Usted está aquí: jueves 15 de mayo de 2008 Opinión Delincuencia: la rectificación necesaria

Editorial

Delincuencia: la rectificación necesaria

A menos de un día de que el gabinete de seguridad nacional diera por iniciado el operativo Culiacán-Navolato, que implicó el despliegue de más de 2 mil 700 efectivos militares en Sinaloa, un comando de alrededor de 40 individuos, armado con rifles automáticos y lanzagranadas, atacó las instalaciones de la policía ministerial en la ciudad de Guamúchil, en esa entidad. Minutos después, los mismos delincuentes balearon tres inmuebles, con saldo de un civil muerto. Otros acontecimientos, como el asesinato de dos policías municipales en Guerrero y el secuestro de otros seis por parte de un grupo armado, y la muerte de dos agentes ministeriales y uno preventivo en Torreón, también a manos de un comando, completan la jornada de violencia de ayer, y hacen crecer la lista de asesinatos de elementos de corporaciones policiacas federales, estatales y municipales.

Resulta inevitable ver, en los hechos referidos, mensajes de abierto desafío a las fuerzas del Estado por parte de las organizaciones delictivas; de hecho, éstas tienden a responder de forma cada vez más violenta y sanguinaria a las acciones emprendidas por la presente administración en el contexto de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, en una escalada que, lejos de incrementar la sensación de seguridad, ha hundido en el miedo y la zozobra a la población de las regiones afectadas. En los casos mencionados, como en tantos otros ocurridos en meses recientes, la sociedad mexicana asiste con espanto a un lamentable espectáculo de fortaleza de las corporaciones criminales, que en conjunto apuntan a la perspectiva de que el gobierno federal, lejos de estar ganando la guerra contra la delincuencia, como ha afirmado reiteradamente, la esté perdiendo.

Para ponderar la gravedad de la situación, baste con recordar que, en lo que va del año, los estamentos criminales han causado más bajas –aproximadamente mil 200– que las sufridas por el ejército estadunidense en el contexto de la guerra en Irak entre 2007 y lo que va de 2008 –poco más de mil–, y que en el curso del año pasado hubo más muertos en México en las confrontaciones entre cárteles, y entre éstos y los cuerpos policiales y militares, que las bajas fatales totales sufridas por los invasores estadunidenses en el país árabe de 2003 a la fecha.

Por lo demás, es inocultable que las corporaciones policiales de todos los niveles de gobierno se encuentran rebasadas para hacer frente a la problemática, y no necesariamente por la superioridad en el poder de fuego de las agrupaciones criminales, sino por el gran nivel de infiltración que éstas ejercen sobre las primeras. De su lado, el Ejército acusa una cifra alarmante de desertores en sus filas –más de 100 mil efectivos durante la administración pasada–, muchos de los cuales acaban trabajando en las filas de las organizaciones armadas al servicio del narcotráfico, como es el caso de los Zetas, un grupo integrado por ex militares de elite.

Ante este apabullante panorama de violencia y ante los síntomas de desarticulación por los organismos policiales, resulta inexorable demandar un viraje en la política de seguridad del gobierno federal. Si bien es indiscutible la necesidad de combatir a la delincuencia organizada y de salvaguardar el estado de derecho, y si bien es claro que ambas tareas son una responsabilidad gubernamental indeclinable, la estrategia asumida por la administración en turno pasa por alto que la seguridad y la vigencia de la legalidad no sólo se defienden con las armas, sino, en primera instancia, también con acciones de inteligencia, con una política económica viable y conveniente para el país en su conjunto, con programas de prevención del delito, con planificación y con políticas orientadas a la reconstrucción de un tejido social desgarrado por más de dos décadas de neoliberalismo depredador y desintegrador; en suma, con sensibilidad respecto de las causas originarias de la delincuencia.

En la circunstancia actual, cuando la ola de violencia ha alcanzado niveles sumamente preocupantes, es imprescindible que el gobierno rectifique, deje de atacar la crisis de inseguridad, impunidad y avance de la delincuencia con el único recurso de la fuerza bruta –exhibida en forma tan aparatosa cuanto ineficaz– y se dé cuenta de que esa crisis es, a fin de cuentas, una expresión del sostenido deterioro social, económico e institucional experimentado por el país en las últimas décadas.

 
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