Partidos partidos
Desde su nacimiento el sistema de partidos expresa su deterioro en luchas intestinas intermitentes, ausencia de debate político sustantivo y pragmatismo instrumental.
Esto se perfila claramente desde que el sistema de partido dominante es votado fuera con las refomas de 1996 y las elecciones de 1997. Es producto gradual de la desilusión frente a los resultados inmediatos de la alternancia. Parte de la percepción ciudadana de un gobierno ineficiente atrapado en redes de clientelismo y corrupción y profundamente injusto con aquellos que no tienen poder político o poder económico. El resentimiento social contra los privilegios y la impunidad es probablemente el resorte más profundo en las movilizaciones ciudadanas de los últimos años.
Como consecuencia de la alternancia, el poder político está mejor distribuido entre los tres principales partidos. Se genera una reacción hacia la estabilización del sistema, pero no por la inclusión sino por el establecimiento de barreras a otros actores.
Esta estabilidad no es producto del debate ni de reglas claras para la competencia, sino de acomodos circunstanciales en una permanente fuga hacia adelante.
Es producto del temor a modificar equilibrios internos por demás frágiles. Hasta hace unos cuantos meses un fenómeno caracterizaba a los tres partidos mayores. Había una disociación entre el liderazgo real y el formal. La elección reciente de dirigentes en el PAN ha llevado a modificarlo paulatinamente en la dirección de asumirse como el partido en el gobierno y en consecuencia hacia una indispensable sincronía entre las políticas del Ejecutivo y las del partido. Pero la beligerancia de su sector más derechista y la amenaza de constitución de un partido a su derecha genera fragilidades internas.
El PRI a punto de su fragmentación después de los desastrosos resultados electorales en 2006, ha logrado configurar un esquema de gobernabilidad que incluye a la dirección del partido, a los lideres del Congreso y a los gobernadores. Es un arreglo frágil, pero les ha permitido recobrar terreno en las elecciones locales y sobre todo generar expectativas creíbles de triunfo en un partido cuyo eje unificador más que un discurso político es una vocación por el poder.
En el PRD se siguen practicando fugas hacia adelante. Las dos opciones que se han planteado recientemente son inviables. Ni un partido-frente ni una nueva fusión orgánica resuelven sus dos problemas centrales de liderazgo y de estrategia. Antes que “refundaciones” se requiere reconocer que el liderazgo real lo ejerce AMLO –independientemente del juicio que nos merezca la reproducción sistémica del caudillismo en la izquierda.
Este reconocimiento debería vincularse con un debate interno más que programático sobre estrategia política. El propósito de esa deliberación pública sería aclarar las posiciones y las discrepancias en la estrategia política. Si son insuperables debería llegarse a la conclusión que un divorcio es mejor que el desgaste actual, incluso para después conjugarse en un frente electoral.
Para llegar a ese debate tiene que resolverse primero el tema del liderazgo político sin lo cual todo se entrampa. Quizá una presidencia transitoria ejercida directamente por AMLO podría desembocar en un congreso cuyos resultados podría abarcar desde un nuevo arreglo interno hasta una escisión civilizada.
Esta fórmula haría responsable a su liderazgo real del futuro del PRD. Obligaría a que lo que aparece como dos bloques insuperables se exprese en las diferentes tendencias y posiciones que realmente son. Más importante aún, sus militantes y las demás izquierdas apreciarían la dimensión de las diferencias estratégicas que, pienso, son absolutamente reales y van más allá de una simple disputa por el control del aparato.
Se trata de pequeños cambios que podrían permitir atender de mejor manera los grandes cambios que exige con urgencia la salud de la república.