Tsugumi
Ampliar la imagen Portada del nuevo libro de Banana Yoshimoto Foto: Iza Stock/ Getty Images
Entre el alud de novedades bibliográficas esplende una obra maestra: Tsugumi, la nueva novela de la escritora japonesa Banana Yoshimoto (Tokio, 1964) cuya obra irradia en Occidente de manera espectacular. Uno de sus anteriores trabajos conocidos en México, Sueño profundo, ha compartido éxito con la obra también célebre de su compatriota Haruki Murakami. Son representantes elevados de la nueva literatura de Japón. Como una primicia para los lectores de La Jornada y con autorización de Tusquets, presentamos el arranque fenomenal de este libro, que empezará a circular en tierras mexicanas este fin de semana y que ofrece un bálsamo para el dolor de la humanidad: la dulce, sabia, tierna y poderosa mirada de una niña. He aquí un pedazo de su corazón
El buzón encantado
Tsugumi era una muchacha desagradable, de eso no cabe duda.
Yo dejé aquel apacible pueblecito costero que vive de la pesca y el turismo y me vine a Tokio a estudiar en la universidad. Aquí no hay día en que no lo pase bien.
Me llamo Maria Shirakawa. Como la Virgen.
No es que me considere una santa ni nada parecido. Aunque, vete a saber por qué, todas las personas con las que he trabado amistad desde que llegué aquí dicen que soy “generosa” o “serena”.
La verdad es que soy una chica de carne y hueso, más bien con poca paciencia. Aun así, en Tokio suelo tener una sensación extraña. Aquí la gente se enfada enseguida, y por cualquier nimiedad: porque empieza a llover, porque se suspende una clase, o porque un perro mea donde no debe. Yo soy una pizca diferente. Si alguna vez me enfado, mi rabia tarda poco en disiparse, como si viniera una ola y la hiciera desaparecer en la arena... Hasta ahora, daba por sentado que yo era así por haber crecido en un pueblo, pero el otro día, al volver a casa, furiosa después de que un profesor arrogante se negara a aceptarme un trabajo por entregárselo con un minuto de retraso, miré hacia el crepúsculo y comprendí que el motivo era otro.
“Es por culpa de Tsugumi... O, más bien, gracias a ella” (...)
No sé por qué, pero pensé que el amor nunca se acabaría, que el amor, por mucho que cogieras o aunque dejases el grifo abierto, siempre seguiría manando, como el sistema de abastecimiento de agua de Japón.
Esta historia narra los recuerdos del último verano que pasé en el pueblecito costero donde crecí. Las personas del hostal Yamamoto que aparecen en ella habitan ahora en otro lugar, y creo que nunca volveré a tener ocasión de vivir con ellas. Así pues, el único sitio al que mi corazón puede volver es a los días que pasé con Tsugumi.
Desde el día en que nació, Tsugumi fue una niña de salud muy delicada, y sufría muchas recaídas. Dado que los médicos le dieron pocos años de vida, la familia se preparó para lo peor. Ni que decir tiene que su entorno la malcrió, y su madre recorrió con ella todos los hospitales de Japón, no escatimó esfuerzos por alargarle la vida, siquiera un poco (...) Tsugumi era mala, deslenguada, egoísta, consentida y retorcida. Cuando, instantes después de soltar una de sus inconveniencias en el momento más inoportuno, adoptaba aquel aire triunfal, era la viva imagen del diablo.
Mi madre y yo nos alojábamos en la casa del jardín del hostal Yamamoto, que es donde vivía Tsugumi.
Mi padre, que residía en Tokio, estaba haciendo los trámites para divorciarse de su mujer, con la que ya hacía tiempo que no vivía, y casarse con mi madre. El iba y venía de Tokio con mucha frecuencia y, aunque la situación podría parecer penosa, se lo tomaba bastante bien, esperando el día en que pudiéramos vivir los tres juntos en Tokio como una familia normal. De modo que, a pesar de las aparentes complicaciones, crecí siendo la única hija de una pareja que se amaba.
La tía Masako, la hermana pequeña de mi madre, estaba casada con un hijo de la familia Yamamoto, y mi madre se ganaba la vida ayudando en la cocina del hostal. La familia Yamamoto la formaban el tío Tadashi, que llevaba el negocio, la tía Masako y sus dos hijas, Yoko, la mayor, y Tsugumi, la pequeña (...)
Cuando caía enferma y tenía que guardar cama, su mal genio se volvía especialmente insoportable. A fin de que pudiera descansar bien, tenía para ella sola una bonita habitación doble en la cuarta planta del hostal (...)
Sí, Tsugumi era muy guapa.
Tenía el pelo largo y negro, una fina piel clara y los ojos muy, muy grandes, con unas pestañas espesas y largas que proyectaban sobre sus mejillas una sombra pálida cuando entornaba los párpados. Los brazos y las piernas, largos y delgados, dejaban ver las venas bajo la piel, y el cuerpo era menudo, como el de una muñeca creada por un dios.
Desde que empezó la escuela secundaria, Tsugumi se aficionó a engatusar a los chicos de su clase para que fueran con ella a pasear por la playa. La verdad es que cambiaba tan a menudo de acompañante que parecía imposible que no atrajera sobre ella comentarios maledicentes en un pueblo tan pequeño, pero todo el mundo estaba convencido de que aquello se debía a que los chicos no podían resistir a su dulzura y su belleza. Y es que, fuera de casa, era otra persona. Por fortuna, dejaba en paz a los clientes del hostal, ya que de habérselo propuesto lo habría convertido en una casa de citas (...)
Tsugumi y yo nos hicimos amigas de verdad a consecuencia de un incidente. Claro está, nos conocíamos desde pequeñas. Si una era capaz de soportar su perversidad y sus groserías, jugar con ella resultaba muy divertido. En su imaginación, nuestro pueblecito de pescadores era un mundo ilimitado y cada grano de arena un misterio por resolver. Era inteligente y aplicada, de ahí que, a pesar de que faltaba bastante a clase, sacara muy buenas notas; además, como siempre andaba leyendo todo tipo de libros, sabía muchas cosas. De hecho, si no hubiera sido tan lista, no habría podido maquinar todas aquellas travesuras.
Durante los primeros cursos de primaria, las dos solíamos jugar a lo que llamábamos “el buzón encantado”. Nuestra escuela estaba al pie de una montaña, y en el jardín de atrás había una vieja caja de madera con una estación meteorológica que ya nadie utilizaba. Decidimos que esa caja estaba conectada de alguna manera con el mundo de los espíritus y que en ella se depositaba la correspondencia del más allá. De día dejábamos allí fotografías o artículos de revista que habíamos recortado y que nos habían parecido especialmente aterradores y volvíamos de noche para sacarlos. A plena luz del día, el jardín no tenía nada de especial, pero entrar de noche, a escondidas, daba verdadero miedo y durante una temporada lo hicimos a diario. Con el tiempo, no obstante, “el buzón encantado” se convirtió en uno más de nuestros juegos y terminamos por olvidarlo. Al empezar la secundaria me apunté a baloncesto y los entrenamientos me ocupaban tanto que apenas tenía tiempo de jugar con Tsugumi. Llegaba rendida a casa y siempre tenía deberes, de modo que Tsugumi pasó a ser sólo la prima que vivía al lado. Entonces ocurrió el incidente en cuestión. Si mal no recuerdo, fue durante las vacaciones de primavera del año en que hacía segundo.
Aquella noche lloviznaba y podía olerse ese aroma salobre que deja la lluvia en los pueblos de mar. Yo estaba en mi cuarto, desconsolada. Acababa de morir mi abuelo. Como había vivido en su casa hasta los cinco años, era la niña de sus ojos. Cuando mi madre y yo nos mudamos al hostal Yamamoto, seguimos viendo a mis abuelos con frecuencia y también nos escribíamos. Aquel día falté al entrenamiento y me había quedado en casa, incapaz de hacer otra cosa que sentarme en el suelo, apoyada en la cama, y llorar hasta que se me hincharon los ojos. Mi madre se acercó a la puerta de la habitación para avisarme de que Tsugumi me llamaba por teléfono, pero le pedí que le dijera que no estaba. No me sentía con fuerzas para atender su llamada. Mi madre, que sabía muy bien cómo era Tsugumi, lo comprendió y se fue. Volví a sentarme en el suelo y me quedé adormilada hojeando una revista. Al rato oí acercarse unas zapatillas por el pasillo. Justo cuando levantaba la cabeza, la puerta corredera se deslizó ligeramente y apareció Tsugumi, jadeando y calada hasta los huesos.
De la capucha del impermeable le corrían, una tras otra, unas gotas transparentes que iban cayendo sobre el tatami.
–Maria –me dijo con un hilo de voz y los ojos muy abiertos.
–¿Qué quieres?
Vi, aún medio dormida, su expresión angustiada.
–¡Despierta! –insistió-. ¡Mira esto! ¡No te lo vas a creer!
Con sumo cuidado, sacó un papel del bolsillo del impermeable y me lo alargó. Yo lo cogí con una mano, distraídamente, convencida de que exageraba, pero al examinarlo me sentí como si alguien me hubiera empujado bajo la potente luz de un foco.
No cabía duda: aquellos trazos firmes en semicursiva eran del abuelo, y la carta empezaba como todas las que me había escrito.
“Maria, tesoro:
“Adiós.
“Cuida de la abuela, de tu padre y de tu madre. Espero que de mayor seas una mujer admirable, digna del nombre que llevas.
“Ryuzo”
Me quedé atónita y sentí una punzada en el pecho al recordar a mi abuelo sentado bien recto ante su escritorio.
–¿De dónde la has sacado? –quise saber, ansiosa.
–No te lo creerás. ¡Del buzón encantado!
–¿Qué dices? –De repente me vino a la memoria la caja olvidada.
Tsugumi habló entonces en un susurro:
–Como tengo la muerte más cerca que cualquiera de vosotros, percibo estas cosas. He soñado con el abuelo. He abierto los ojos, pero seguía allí, como si quisiera decirme algo. Cuando era pequeña, me compraba muchas cosas, y yo le estoy muy agradecida. Tú también aparecías en el sueño y el abuelo quería hablar contigo, ya sabes que a ti te quería mucho. Entonces, de pronto, se me ha ocurrido ir a mirar en el buzón, y ya lo ves... ¿Alguna vez le hablaste de nuestro juego?
–No –negué con la cabeza–. Creo que no.
–¡Pues qué miedo! –soltó. Y añadió, en un tono algo más solemne–: Ahora sí que es un buzón encantado.
Juntó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, sin duda recordando su carrera hasta el buzón bajo la lluvia. Fuera aún lloviznaba. En aquel momento sentí que me apartaba de la realidad y entraba en la noche de Tsugumi. Me envolvió una calma agradable e incierta, y todo lo que había sucedido hasta entonces, la vida, la muerte, giró en una espiral de misterio y se dirigió hacia los dominios de otro mundo.