61 Festival Internacional de Cine de Cannes. Una abundancia de cartuchos quemados
Cannes, 22 de mayo. Tras el acostumbrado motín para entrar a la función vespertina y cuatro horas y media de proyección (con quince minutos de intermedio para sándwiches gratuitos), Che no logró convencer a la mayoría de los críticos. No es ridícula como suelen ser las visiones hollywoodenses sobre lo latinoamericano (véase El amor en tiempos del cólera), ni indignante como fue la cinta homónima de Richard Fleischer (1969, nunca exhibida en México para no herir sensibilidades políticas), que concluía con el suicidio de un Guevara decepcionado con la causa. La película de Steven Soderbergh es respetuosa con su biografiado. Quizá demasiado respetuosa, porque se vuelve una monótona hagiografía del legendario personaje.
Interpretado por un estoico Benicio del Toro, el Che Guevara es descrito como un santo de la izquierda, un héroe íntegro, generoso y alejado del protagonismo político. Soderbergh y su guionista Peter Bruchman han creado un Che tan unidimensional como esa imagen que adorna pósters y camisetas. La primera parte alterna las escaramuzas en la Sierra Maestra con la comparecencia y los discursos de Guevara en la ONU, en 1964, y esa estructura inerte le quita todo impulso dramático. La segunda narra, con duración excesiva, la fracasada campaña en Bolivia en 1967 que llevó a la ejecución del Che.
Uno tiene la impresión de haber visto apenas una copia de trabajo, ni siquiera un primer corte (la versión exhibida carecía incluso de secuencias de créditos). Quizá Che necesite de bastante más esmero en la mesa de edición para producir una película apta para cualquier circuito comercial. Coproducido entre Estados Unidos y España, éste es un proyecto que podría acabar estrenándose en algún canal de Tv por cable.
Mientras tanto, la competencia se ha desinflado por completo. El francés Philippe Garrel presentó en La frontière de l’aube (El límite del amanecer) una anacrónica historia de amour fou entre un joven romántico (Louis Garrel, insufrible hijo del realizador) y una actriz (Laura Smet) con cara de garbanzo. La mujer es frágil, inestable, alcohólica y –tras una estancia en el siquiátrico– suicida. Para cuando la metafísica hizo su aparición con el fantasma de la chica, el público ya había sucumbido a la risa involuntaria. El tono naif de Garrel es intencional, pero eso no lo salvó de la silbatina más estruendosa que ha habido en la gran sala Lumière durante este festival.
Más aparatoso fue el descalabro del canadiense Atom Egoyan con Adoration (Adoración), una intentona por volver a las preocupaciones y estrategias narrativas de los inicios de su obra, cuando era visto como un cineasta original. Lo único que no ha cambiado desde entonces es el estatus de su esposa, Arsinée Khanjian, como una de las peores actrices del mundo civilizado.
Egoyan aborda un abanico de temas relevantes –los prejuicios sociales, la guerra entre religiones, las consecuencias del terrorismo, la comunicación mediante la nueva tecnología–, pero lo hace en boca de sus actores, como si se tratara de una mesa redonda.
Esta vez, los juegos con la estructura temporal, los nexos que van descubriéndose entre los personajes y el recurso del video como una suerte de memoria son empleados aquí de manera artificial. Es triste ver a un autor otrora respetado recalentar el estilo que le funcionó hace 20 años, ya sin convicción ni resonancia.
Ha comenzado la desbandada de Cannes. Muchos de los asistentes han retornado a sus sitios de origen, mientras el mercado de cine da sus últimas señales de vida. Oficialmente el festival concluirá el domingo, pero gran número de personas ya hizo su propia clausura. Si el tenor de la competencia va a seguir como hoy, es una decisión bastante sensata.