De mi diario: México lindo y querido...
Se viene recordando, durante estos días, a uno de los más grandes compositores mexicanos de la canción popular: Chucho Monge. Aunque los homenajes suelen rendirse en los centenarios conmemorativos del nacimiento o de la muerte, Chucho Monge (1910-1964) está por encima de la cronología histórica, aunque ésta sirva para explicar, obviamente, los méritos y circunstancias de su obra. El homenaje que ahora se le rinde, y el que México le debe, sobre todo su tierra nativa de Michoacán, salta la temporalidad: es permanente. Lo es, porque en nuestro país –y en el mundo entero– sus melodías son garganta del recuerdo, fama de México, vibración del alma popular. Una canción bastaría para identificar nacional e internacionalmente el nombre de Chucho Monge: México, lindo y querido. Himno amoroso de la mexicanidad, con sus acentos bravíos y su nostalgia romántica. En diciembre último, por encuestas separadas de un diario importante y de un conocido canal de televisión, México, lindo y querido fue proclamada la canción mexicana del siglo. Otra suya, de las primeras, Creí, grabada en Estados Unidos por Los Tiranos del Norte, fue disco de 200 mil copias y de éxito por 27 semanas en la revista Billboard de aquel país. Pero son numerosos los triunfos musicales de Chucho Monge. ¿Quién no recuerda la interpretación clamorosa de Pobre corazón en la voz de Pedro Infante? ¿Y la de Cartas marcadas, en la de Miguel Aceves Mejía? ¿Y la de Besando la cruz, en la de Lola Beltrán? La lista sería interminable: Pa’qué me sirve la vida, Sacrificio, Mi virgen ranchera, Caricia y herida, Me das pena, Dolor, Remero, Sus ojitos...
He dejado aparte el mayor éxito popular de Chucho Monge: La Feria de las Flores, que forma parte de la heráldica musical de México; cantada por todas las voces en casi todos los idiomas. Evoco una noche de marzo de 1954, en Huachinango de las Flores, ciudad así apellidada, antes de rendir honores a Chucho Monge. La serie radiofónica Así es mi tierra, en un control remoto memorable, sirvió de marco artístico al homenaje que un pueblo entusiasmado y bullicioso rindió al destacado compositor michoacano. Chucho Monge, con su nombramiento de hijo predilecto, recorrió una tupida pasarela de flores, cuyos tonos vivos y contrastantes iluminaban la noche. Más de 4 mil voces cantando, sin cesar, La Feria de las Flores. Al regreso a México, por una difícil carretera por donde corría veloz el automóvil de otro Chucho querido –Jesús Ortiz Haro–, escuchamos al propio Chucho Monge su bellísima melodía, entre los saltos del vehículo y los rasgueos de su inseparable guitarra; sobre el pecho, un collar de flores; en el corazón, las emociones de una noche mágica, que nunca olvidaremos.
Conocí a Chucho Monge en el último rincón bohemio de una capital que lucía todavía los azules de su cielo transparente. En ese rincón bohemio animado por Alfonso Esparza Oteo, Tata Nacho y Mario Talavera, reinaban las canciones y se escuchaban, en lúdica intimidad, las voces de Elvira Ríos, María Luisa Carbajal, Toña la Negra, Amparo Montes, Eva Garza, las hermanas Águila, las hermanas Landín, Pedro Vargas, Ortiz Tirado, Chucho Martínez Gil, el Dueto Michoacano integrado por Miguel Aceves Mejía y Manuel Bernal...
Algo agregaré. De Chucho Monge fueron las letras de todas sus canciones, salvo en cuatro que compartió musicalmente con otro conocido compositor, Ernesto Cortázar. No siempre el público conoce, tampoco muchos de los que deberían saberlo, que hay compositores que aportan la música y otros que aportan la letra. Menos aún que, entre las canciones populares, algunas letras son obras de poetas y escritores. Así, por ejemplo, los versos de Vicente Riva Palacio en Adiós, mamá Carlota; los de Manuel José Othón en La casita; los de Amado Nervo en Gratia plena; los de Luis Rosado Vega en Golondrinas yucatecas; los de Miguel N. Lira en el Corrido de Domingo Arenas; los de Ricardo López Méndez en Nunca, evocación romántica reiterada y alargada en el “Nunca, nunca” de Tata Nacho. Y los versos de Antonio Médiz Bolio, inspiradores de esa música ravelesca de Guty Cárdenas, en su himno indígena de El caminante del Mayab. Versos de Andrés Henestrosa se cantan en La Llorona y La Zandunga. Tata Nacho moriría sin concluir la música de algunos de los 651 versos de Muerte sin fin de José Gorostiza, seguramente el poema más largo y monumental de la historia mexicana.
Tan extremadamente celoso era Chuco Monge de sus obras, que litigó en 1947 por una de ellas con mi compadre Agustín Lara, al cual acusó de haberle plagiado la música de su canción El remero. Nada menos que en una que se ha hecho famosa en el mundo entero, asociada al nombre de la artista que la inspiró: María Bonita. Fue un pleito sonado. Una caricatura de Freyre, en Excélsior, podría testimoniarlo: Agustín Lara al piano, vestido de monje, con el título de “María Bonita” en la capucha y en el faldón la venenosa pregunta de “¿ese hábito no es de Monge?” Habría, finalmente, un arreglo de amigos, ante la invocación persuasiva de “El Flaco de Oro”. ¿Chucho, por qué quieres fregarme en una canción que he dedicado a la mujer más bonita de México? Chucho Monge, aceptaría caballerosamente, acaso orgulloso de que María Bonita llevara en parte la música de El remero.
Las apariciones de Chucho Monge, escondida en la sencillez su imagen de galán, convocaban el silencio. Cantaba con su voz suave, como si llovieran lágrimas en ella, con el rasgueo milagrero de su guitarra de Paracho, tierra michoacana de las buenas guitarras. Chucho Monge, moriría tempranamente del corazón, no podía ser de otra manera. Era hombre de intensas cordialidades. Compositor inspirado también en el culto de la amistad. Convivimos en las series radiofónicas Así es mi tierra y Noches tapa-tías. En ambas dejó las huellas sensibles de sus canciones. Memoria luminosa de un mexicano ejemplar, eco sonoro de la entraña popular.
Fragmento del nuevo libro de Eulalio Ferrer que aparecerá el próximo diciembre