61 Festival de Cannes. El mundo es un escenario, a veces poblado por bufones
Cannes, 23 de mayo. Lo peor de los prejuicios es que suelen cumplirse. Il divo, cuarto largometraje del italiano Paolo Sorrentino (y tercero en competir en Cannes), es otro ejercicio de ostentación técnica al servicio de un tema de gran potencial: la personalidad del funesto político Giulio Andreotti, siete veces primer ministro de Italia, acusado de haberse coludido tanto con la mafia como con la Iglesia católica para mantenerse en el poder.
A Sorrentino no le interesa la información en sus películas. Dudo, incluso, que sepa contar una historia, y sospecho una formación en el cine publicitario, donde se adiestró en pergeñar imágenes atractivas para vender autos o yogures, pero no aprendió a desarrollar una narrativa superior a 30 segundos. Il divo es, pues, una sucesión de hechos en clave para italianos –varios personajes pueblan la pantalla, son identificados con letreros y muchos de ellos son luego asesinados–, cuya comprensión es nula para los no iniciados. Dominada por la encarnación caricaturesca de Toni Servillo (maquillado para verse como uno de los peluches utilizados por algún noticiero), la película no es más que un elaborado cartón político para enterados.
Cuando todo parecía perdido, la competencia levantó cabeza con Synecdoche, New York, debut como realizador del guionista Charlie Kaufman, cuyo principal problema es pasarse de ocurrente. Las películas basadas en guiones suyos –Quiero ser John Malkovich (1999), Ladrón de orquídeas (2002), entre otras– han pecado de crear premisas tan ingeniosas que acaban por construir su propio callejón sin salida. Algo similar le sucede al cineasta debutante con la historia de un director teatral (Phillip Seymour Hoffman), cuya triste vida, narrada a grandes saltos con sus pequeños dramas, él pretende reproducir fielmente en una obra donde la ciudad de Schenectady –el título es un juego de palabras entre ese nombre y la figura literaria sinécdoque, o sea, definir el todo por una de sus partes– es recreada casi a tamaño natural, con personajes que funcionan como dobles de su contraparte real.
Hay suficientes ideas en esta opera prima como para nutrir a otras dos películas, y muchas se desaprovechan. Como dicen los gringos, Kaufman ha mordido más de lo que puede masticar. No obstante, aunque el concepto de que todos somos actores en el teatro de la vida no deja de ser un lugar común, el autor consigue hacer sensibles apuntes existenciales y hasta metafísicos sobre la condición humana.
Si la vida es teatro, pocos escenarios han sido tan propicios para el drama y la decadencia como el hotel Chelsea, de Nueva York. En su primer documental, Chelsea On the Rocks, el impredecible Abel Ferrara rinde homenaje al legendario refugio de poetas, artistas y fracasos célebres, con una desordenada colección de recuerdos de varios de sus inquilinos y un par de torpes recreaciones sobre lo sucedido ahí con Sid Vicious y Janis Joplin. Se dice que varios fantasmas pululan por sus habitaciones, y por ahí aparecen algunos personajes que ya no parecen pertenecer al mundo de los vivos.
La película, exhibida en Cannes fuera de concurso, tiene el aire de una conversación informal y el propio Ferrara, un verdadero anciano a sus 56 años, se mete a cuadro, o intercala imprecaciones mientras hablan sus entrevistados. El asunto acaba con la inevitable nota de añoranza; la familia propietaria ha pasado el hotel a manos de un consorcio cuyos planes de convertirlo en uno de lujo ha llevado a la expulsión de sus viejos ocupantes.