Disquero
El nuevo de sus Satanísimas
Ampliar la imagen Estas fotografías de los Rolling Stones están incluidas en el librito de Shine a light, su más reciente material discográfico
Previo al atracón de felicidad que tendremos cuando estrenen en la –dirían los clásicos– pantalla grande la nueva obra maestra de Martin Scorsese, en los anaqueles de novedades discográficas esplende el nuevo disco (¡!) de los Rolling Stones: Shine a light.
Luego de 45 años de –otra vez los clásicos– estar en eso del rocanrol, Sus Satanísimas Majestades se dan un nuevo lujo y regalan más placer al mundo: una nueva grabación discográfica. La novedad documental consiste en piezas que no habían sido registradas en vivo.
Continúan estos maeses, por tanto, la tierna emoción que ya pertenece a varias generaciones: presenciar el parto de un disco de los Stones, desde cuando vimos nacer los grandes clásicos (Their Satanic Majesties Request, en 1967; Beggars banquet, en 68; Let it bleed, en 69; Sticky fingers, en 71, y así hasta la fecha) hasta la aparición incesante de novedades discográficas en los años recientes, sobre todo las fabulosas series en formato dvd que cortan el aliento y cuyas reseñas ha incluido el Disquero, la capacidad de asombro que despiertan estos músicos ya inmortales no tiene jefecita –como dirían los clásicos de la Academia Sueca en su sede alterna de Alvarado, Veracruz.
Este nuevo disco se lo debemos al jefe Scorsese, cuya melomanía nos ha significado una serie insuperable de siete filmes siete, uno de ellos dirigido por él mismo, dedicada al género madre que puso el vientre y la semilla para la cultura rock entera: The Blues, a musical journey (2003), con un equipo de cineastas-melómanos como Wim Wenders, Clint Eastwood, Mike Figgis, et al.
Antes de eso, Scorsese fue autor de una obra maestra cuya escena final queda para la posteridad operística aun sin proponérselo: Goodfellas, con el estallido de un auto en cámara lenta mientras suena un pasaje de La Pasión según San Mateo de Bach, sencillamente genial.
Y antes de antes de eso, el padrino de Bobby De Niro filmó un documental extraordinario: The Last Waltz (1978), para regocijo de los papás de los papás de los niños que hoy valoran a los semidioses de la cultura rock con una intensidad de información genética. En escena, los mismísimos Dylan, Clapton, Neil Youg, Ron Wood, et al.
El jefe Scorsese llevó sus gafas enormes, su voz de pito y su pinta de autoparodia (como los personajes decrépitos de la mafia italiana que caricaturiza el maestro Jim Jarmusch en The Way of the Samurai, de 1999) al noble Beacon Theater de Nueva York para filmar el concierto para privilegiados que brindaron sus Satanísimas una venturosa noche de hace un par de otoños, como un respiro de su monumental gira mundial de estadios. Una velada única para pocas personas de entre las sesiones gladiadoras que hemos disfrutado en distintas ocasiones en México.
Lo que podemos ver por lo pronto en la web es francamente alucinante. La magia de los devedés que hemos reseñado se convierte en supermagia, vudú, hechicería. La dimensión colosal de la estética maestra de Martin Scorsese magnifica aún más el magnífico esplendor de ver en escena a estos cuatro fantásticos que cambiaron el rumbo de la historia –y dale con los clásicos.
En opinión del Disquero, la pieza que hace al concierto es Champagne and reefer, que se revientan sus Satanísimas junto con la máxima figura del blues actual: Buddy Guy, a quien Papacito Jagger anuncia cariñosa y admirativamente como “Buddy Motherfucker Guy”. Y también la versión por vez primera registrada en vivo de la exquisita y dylaniana Some girls, así como la sabrosura emblemática de Shattered, la mágica versión en esa intimidad de Sympathy for the devil (que todo luchador social debería traducir como Simpatía por el débil, jejé) con el broche de oro de Shine a light.
Un nuevo disco de los Rolling Stones. Caracho. Qué felicidad.