Editorial
Contracara de las misiones humanitarias
Según un informe presentado ayer por la organización no gubernamental británica Save the Children, que se basó en investigaciones de campo realizadas en Haití, Sudán y Costa de Marfil, tanto elementos de las Fuerzas de Paz de la Organización de Naciones Unidas (ONU), los llamados cascos azules, como integrantes de organismos humanitarios, han incurrido impunemente en severos casos de abuso y explotación sexual contra niñas y niños de diversas regiones del mundo en conflicto.
Estos señalamientos no son nuevos; desde hace muchos años la opinión pública internacional ha sabido de estremecedores testimonios sobre los graves atropellos cometidos por las fuerzas de paz contra individuos de poblaciones a las que supuestamente habrían de defender. Al respecto, destaca el informe Repercusiones de los conflictos armados sobre los niños, elaborado en 1996 por Graça Machel, a raíz del cual la ONU se vio obligada a reconocer algunos de los crímenes cometidos por las tropas a su cargo. Es pertinente recordar, asimismo, los abusos contra menores perpetrados por elementos de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití en 2006, y las violaciones de una veintena de niñas por efectivos multinacionales desplegados en Yuba, Sudán, que se divulgaron a principios del año siguiente.
No obstante estos antecedentes, las medidas emprendidas por el organismo que hoy dirige Ban Ki-Moon han resultado insuficientes para evitar la redición de vejaciones cometidas en contra de un sector demográfico de suyo vulnerable, que, en las circunstancias en que suelen intervenir las fuerzas de paz, padece un desamparo particularmente agudo: conflictos bélicos siempre propicios para la comisión impune de grandes crímenes, porque en ellos impera la ley del más fuerte.
Por lo demás, la vinculación –señalada también en el estudio de Save the Children– de un total de 23 agencias humanitarias en delitos cometidos contra menores en los tres países estudiados hace recordar el escándalo suscitado en octubre del año pasado, cuando las autoridades de Chad detuvieron a la tripulación de una aeronave catalana contratada por la ONG francesa El Arca de Zoé, que pretendía trasladar a Francia a una centena de niños africanos presuntamente huérfanos, como parte de una “misión humanitaria”. Sin embargo, según declaraciones posteriores del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, ninguno de los menores había perdido a sus padres, y su traslado obedecía a que iban a ser vendidos a familias europeas, que habían pagado ya “cierta cantidad de dinero para quedarse con ellos”.
En suma, los casos mencionados dan cuenta de que, bajo la bandera de los organismos caritativos y las misiones humanitarias, pueden cometerse grandes atrocidades cuyos autores permanecen impunes, en la mayoría de los casos, debido a las lagunas y contradicciones de los marcos legales en los que se realizan los despliegues militares o civiles.
Sin duda la intervención de las fuerzas de paz y las agencias humanitarias es en muchos casos deseable y hasta necesaria. Precisamente por ello, es urgente que tanto la ONU como los gobiernos que la integran ejerzan un control efectivo sobre esas tropas, a fin de impedir la comisión de estos delitos. Es necesario, asimismo, garantizar que quienes los han cometido sean sancionados. Al mismo tiempo, se requiere que el organismo internacional reflexione en qué casos resulta conveniente la intervención de los cascos azules en situaciones conflictivas, y en qué otros representa, más que un remedio, un mal mayor para poblaciones inermes y de por sí hundidas en el temor, el sufrimiento y la zozobra.