¿Es ético robar?
Uno de los privilegios de escribir es el derecho de inventar neologismos o palabras que representen necesidades personales. En este medio he utilizado la palabra semaforista en varias ocasiones con la finalidad de describir a la población que habita, vive y depende de la luz de los semáforos y de la mirada de los automovilistas. Desde que me referí a ellos por primera vez he notado algunos cambios. El número de semaforistas ha aumentado; en los últimos años a los muy pobres se han sumado personas que seguramente pertenecían antes a la clase media baja; la población se recicla continuamente; aunque suelo circular por las mismas calles “casi no hay” semaforistas viejos –seguramente los mató “el sistema”; cada vez venden nuevos productos y ofrecen nuevos servicios; lo que no se ha modificado es que siguen siendo magnífico retrato del fracaso de nuestros gobernantes.
A la definición de semaforista debo agregar que la inmensa mayoría deben ser personas que no encuentran empleos formales, que prefieren mantenerse por esta vía antes que robar, que carecen de protección social, que seguramente sólo sobreviven con lo que ganan de su trabajo y que no tienen ningún futuro. Los semaforistas no figuran en las estadísticas amañadas y tramposas de nuestros gobernantes; son seres invisibles y, paradójicamente, indispensables: no son pandilleros, no son policías, no se han enlistado en las filas del narcotráfico, no son asesinos, y es muy probable que roben mucho menos que los políticos. Los semaforistas laboran largas horas en condiciones miserables y, al igual que los trabajadores indocumentados, son indispensables para sostener la economía, la paz y la estabilidad de la nación.
Otra característica de la mayoría de los semaforistas es el no destino. Si la idea previa es correcta, quizá debamos preguntarnos cuáles, además del peligro implícito, son las razones por las que no intentan robar. A pesar de que nuestros políticos han pretendido a toda costa modificar el primer mandamiento, robar no es lícito, no es moralmente aceptable ni es recomendable, salvo en casos excepcionales. La imposibilidad de acceder a una vida digna podría ser una razón. Planteo un ejemplo. Si a pesar de trabajar en los semáforos, los padres carecen de dinero suficiente para costear los medicamentos indispensables para tratar la enfermedad de un hijo, ¿sería válido, desde el punto de vista de la ética, robar para comprar los fármacos e impedir que el vástago se agrave o incluso que muera?
Lo que escribo no entra dentro del rubro del amarillismo, compete al género de la realidad mexicana. Como parte de estas reflexiones añado que muchos de los semaforistas mexicanos podrían también apegarse a la vieja ley que afirma que “el que nada tiene nada pierde”. Ley generada en México por la expoliación sin coto y sin duda codificada genéticamente en el ácido desoxirribonucleico de la inmensa mayoría de los políticos mexicanos (no dudo que en el futuro los científicos demostrarán la existencia de ese gen en nuestra clase gobernante).
Si bien es cierto que robar es ilícito, es más ilícito que los gobiernos no ofrezcan empleos suficientes, salud adecuada y vivienda a sus connacionales. Aunque en México a los derechos humanos se les trate peor que a los perros callejeros, tanto la protección a la salud, como el derecho a la vivienda, e incluso el empleo, son obligaciones del Estado mexicano. Si nuestros gobiernos no ofrecen ni a los semaforistas, ni a los trabajadores migratorios –nuestros héroes–, ni a 50 millones de mexicanos los elementos indispensables para vivir con dignidad, entonces, ¿por qué no robar?
Robar es inadecuado e inmoral, pero es peor expoliar con licencia y no mejorar las condiciones de pobreza de la mitad de la población. Basta enterarse de la salud económica de demasiados políticos viejos y contemporáneos, quienes, a pesar de sufrir anemia moral, no tienen ninguna otra patología.
Encontrar el balance entre lo moralmente correcto –no robar– y lo moralmente inaceptable –robar a destajo desde el poder–, entre la cruda realidad de los semaforistas en cuyo lenguaje la palabra futuro no existe y el grosero fracaso de nuestras políticas mexicanas, ¿qué hacer? La ausencia de futuro digno y la imposibilidad para ofrecerle a la familia las mínimas condiciones que hagan que la vida sea soportable son elementos suficientes para aseverar que neologismos como semaforistas son realidad y testimonio del fracaso de las políticas de nuestros gobernantes.