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■ Lebon, los diodos y la coronación de Bonaparte
■ Las luces de la Ciudad Luz
Ampliar la imagen La coronación de Napoleón, por Jacques-Louis David (detalle)
En el cementerio parisino de Père Lachaise languidece, a oscuras, el horrible monumento funerario a la memoria de Philippe Lebon (1767-1804), inventor de la lámpara de gas, una tecnología que en el siglo antepasado despejó las tinieblas nocturnas de las zonas elegantes de numerosas ciudades, y que hoy ha quedado relegada al uso de espeleólogos, si bien en algunos sitios empieza a ser rescatada como expresión de nostalgia histórica. A unas calles de distancia, no pocos inmigrantes africanos se ganan la vida vendiendo linternas de diodos de fabricación china: puñaladas menores y adicionales a las que acabaron en forma prematura con la vida del ingeniero el 2 de diciembre de 1804, un día que fue histórico, aunque por otras razones. Pero vamos por partes.
Los datos biográficos de Lebon son difíciles de creer: nació en 1767 en Brachay, Haute-Marne, un 29 de mayo; se dice que estudió ingeniería en Angoulême y que fue profesor de mecánica en la Escuela de Puentes y Calzadas de París, que obtuvo una patente para una “termolámpara” y que su hallazgo fue inspirado por la observación de fenómenos de incandescencia natural en los yacimientos petrolíferos del mar Caspio, en los albores de la industria de los hidrocarburos: los habitantes de esa región almacenaban ya los vapores de petróleo y los usaban para calentar hornos e incluso los vendían, atrapados en barriles, a los persas. A los 18 años, Lebon investigaba con gases obtenidos de la destilación de madera y las posibilidades de una producción industrial, y se imaginaba la instalación de tuberías que los transportaran a diversos puntos de la ciudad.
Su materia prima era muy deficiente, porque contenía, además del hidrógeno necesario para la combustión, metano y monóxido de carbono, y por ello debió generar una luz mortecina. Además, las demostraciones del invento no generaron mucho entusiasmo entre los franceses, tal vez por la pestilencia de la mezcla gaseosa empleada, pero sí en representantes de potencias como Rusia e Inglaterra. Hay que pensar que en el segundo de esos países lo que había de iluminación pública en la época operaba con aceite de pescado, de combustión mucho más hedionda que los gases de Lebon. Éste sólo logró poner a punto pequeños sistemas domésticos de alumbrado y calefacción, y obtuvo, con ello, un renombre que a fin de cuentas le resultó fatal: fue contratado para poner más luz en la ceremonia de coronación imperial que se inventó Napoleón Bonaparte para subirse la autoestima.
No hallé el dato de la hora en que se realizó el acto, pero el celebérrimo cuadrote (más de seis por nueve metros) de Jacques-Louis David indica que tuvo lugar con luz diurna, que entraba en diagonal (¿fue por la tarde?) desde la fachada principal de la catedral de Nuestra Señora, o bien por la mañana, si es que el corso miraba al sureste cuando se enjaretó la corona en la cabeza, mientras el tontín de Pío VII lo observaba en calidad de mero testigo. Aunque la primera posibilidad cuadra más con la egomanía de Bonaparte, la segunda es más verosímil si, como cuenta Fabienne Manière, “desde las seis de la mañana, los altos mandos del ejército y de la guardia nacional, seguidos por dignatarios, magistrados, senadores... empiezan a reunirse en la plaza Dauphine para ocupar sus lugares [...] El Papa se presenta en Catedral, aclamado por la muchedumbre. Luego llega el turno a Napoleón y Josefina, quienes parten en carroza de su palacio de las Tullerías [...] La iglesia se llena. La ceremonia es un poco tosca y completamente desprovista de espiritualidad y de recogimiento. Se eterniza durante tres largas horas en el frío de diciembre”.
El sol de invierno es incierto en París, y tiene sentido el afán de reforzar sus rayos por medios artificiales, como los que ofrecía el buen Lebon, sobre todo si se toma en cuenta la obsesión napoleónica de brillar, brillar, brillar. Pero Bonaparte se quedó con las ganas de más luz, porque el inventor nunca llegó a Nôtre-Dame. Poco después de la ceremonia, su cuerpo, con 13 puñaladas, fue hallado en la Avenida de los Campos Elíseos. Hasta la fecha nadie ha podido explicar quién o quiénes lo mataron, ni el motivo del asesinato.
El alumbrado con gas no empezó a abrirse paso en París sino hasta un cuarto de siglo después de la trágica muerte de su inventor, y lo instaló el inglés F. A. Windsor, quien no trabajaba con gases obtenidos de la madera, sino con vapores surgidos en la destilación de la hulla, y quien tenía un sentido comercial mucho más marcado que su infortunado antecesor: Windsor ofreció su producto a los industriales, quienes fueron los primeros en adoptarlo, y para mediados del siglo XIX los puntos estratégicos (o lujosos) de París disponían ya de alumbrado público con gas; así llegó a su fin la vieja organización de burgueses lampadarios que vendían luz producida con luminarias de aceite:
¿Veis la lámpara donde, adentro de un cristal,
un círculo de fuego anima aire vital?
Brillante, mas tranquila, ardiente sin traspié,
Argand la moderniza, la bautiza Quinquet.
Si las luces del Siglo de las Luces provenían de una lámpara de Aladino perfeccionada, las de la segunda mitad del XIX fueron, allí donde las hubo, mecheros de gas. Éstos fueron empleados en el alumbrado público en diversas ciudades.
Pero aunque hoy se siguen utilizando las redes de distribución de gas doméstico ideadas por Lebon (ahora rebosantes de gas natural, con el que las trnsnacionales realizan pingües negocios a costillas de los recursos de las naciones pobres y de los consumidores, en esas y en las otras), su invento principal valió madre en menos de 50 años. Tres antes de que al siniestro Thomas Alva Edison se le prendiera el foco con sus filamentos incandescentes en vacío, el ruso Pavel Yablochkov inventó unas “velas eléctricas” basadas en el arco voltaico que producen dos electrodos sometidos a una diferencia de potencial.
El método fue probado con éxito hacia 1880, la iluminación urbana basada en arcos voltaicos se expandió rápidamente por varios países, y en cosa de dos décadas fue remplazada por lámparas incandescentes, que si bien dan una luz menos intensa, se calientan menos y requieren de mantenimiento más espaciado.
El alumbrado público del siglo XX vio la rápida sucesión de las lámparas incandescentes por las fluorescentes, de éstas por las de vapor de mercurio, por las de vapor de sodio a alta presión (SAP) y por las de haluro metálico.
Me puse a curiosear estos asuntos porque leí en algún lado que la industria moderna de la iluminación se acerca a una transformación radical: los sistemas incandescentes, fluorescentes y termoluminescentes que se usan hoy en día serán remplazados en la mayor parte de las aplicaciones –lámparas domésticas y urbanas, faros de automotores e incluso, tal vez, focos de proyección– por la tecnología de diodos, o leds, basada en la electroluminescencia, como la que usan ya algunas linternas de mano y las luces traseras de ciertos automóviles. No me pidan que entienda, y menos que explique, la manera en que los semiconductores de banda prohibida directa trafican electrones de la zona p a la zona n. Baste decir que son esos foquitos del control remoto o los puntitos rojos y verdes que permiten saber si la compu o la tele están encendidas o apagadas, que ya se inventaron los que dan luz blanca, que funcionan con una pequeña fracción de la electricidad que usan otros sistemas de alumbrado, que son mucho más durables, y que pobre Philippe Lebon, que no llegó a este futuro, y ni siquiera a su cita de trabajo en Nôtre-Dame.