■ El Partido Demócrata, herido por la dura lucha que incluso llevó al odio a militantes
Termina histórica lucha electoral con reunión secreta entre Hillary Clinton y Barack Obama
■ La junta fue solicitada por la ex primera dama, quien hoy anunciará que renuncia a la competencia
Ampliar la imagen La delegada Diana Cruz, de Laredo, furibunda admiradora de la senadora por el estado de Nueva York, expresa públicamente su preferencia electoral en la sesión de apertura de la Convención Demócrata de Texas Foto: Ap
Nueva York, 6 de junio. Los dos aspirantes presidenciales demócratas se sentaron a solas uno frente al otro durante casi una hora, anoche en una reunión clandestina en Washington, y nadie sabe qué se dijeron –sólo que no había gritos–, con lo cual concluyó la competencia interna y a la vez se inició el intento de los demócratas para reconquistar la Casa Blanca con el primer candidato afroestadunidense en la historia del país.
El encuentro fue solicitado por Hillary Clinton, quien este sábado anunciará que se rinde en la batalla por la nominación del Partido Demócrata; la senadora citó a Barack Obama, recién coronado candidato de ese partido, en la casa de Washington de la senadora Dianne Feinstein. La anfitriona divulgó hasta hoy estos hechos, y dijo que lo único que hizo fue colocar dos sillas frente a frente en su sala, que sólo les dejó agua y se ausentó.
Así concluyó una de las batallas electorales más intensas en la memoria reciente, la cual desde el inicio fue bautizada de “histórica” por todos ya que el resultado sería que la primera mujer o el primer afroestadunidense sería nominado candidato presidencial de uno de los dos partidos principales de Estados Unidos, lo cual generó una participación electoral sin precedente en los comicios internos del Partido Demócrata.
Todavía no se sabe si Obama y Clinton procederán juntos o separados a las elecciones generales del próximo noviembre.
Este sábado, Clinton anunciará formalmente su retiro del concurso y su apoyo a Obama ante la presión y el alivio de una amplia gama de la cúpula demócrata, alarmada ante la posibilidad de que la senadora llevara la disputa hasta la Convención Nacional Demócrata, a finales de agosto.
Cuando Clinton no cedió el martes pasado ante el anuncio de Obama de que había conseguido el número de candidatos requerido para capturar la nominación de su partido, se especuló que consideraba llevar su argumento –que el partido cometía un error al nominar a Obama ante John McCain–, de que ella era la mejor opción hasta la Convención Nacional.
Pero su fin ya estaba anunciado cuando un sector fundamental finalmente la abandonó, obligándola a reconocer su derrota. Desde el arranque de la campaña hace unos 18 meses, Clinton estaba confiada en que su aparente control de la cúpula del partido, representada por los superdelegados, garantizaría el triunfo si todos los demás cálculos electorales fallaban.
Pero para finales de marzo, sus estrategas detectaron un problema inesperado: después de gozar de una ventaja de más de 100 superdelegados al arrancar las primarias, el margen se había reducido a 12, informó el New York Times.
En las últimas semanas, ambos sabían que ni uno u otro llegaría a la meta de delegados necesarios para capturar la nominación sin los superdelegados (o sea sólo con los delegados otorgados por los resultados de las primarias).
Clinton siguió confiando en que al final sería la opción para la mayoría de los superdelegados, encabezados informalmente por el demócrata de mayor rango, su esposo el ex presidente Bill Clinton. Pero su control sobre este sector se empezó a desvanecer y figuras de alto perfil como Edward Kennedy y Bill Richardson anunciaron su apoyo a Obama.
Al celebrarse el martes las últimas elecciones internas, varios superdelegados clave que seguían apoyándola –entre ellos figuras como el ex vicepresidente Walter Mondale y el legislador federal Charles Rangel– la convencieron de que el fin había llegado.
La última fase de la competencia entre demócratas fue cada vez más conflictiva y los simpatizantes de ambos candidatos mostraban un antagonismo que se aproximaba al odio. Esto alarmó a los líderes demócratas pues encuestas registraban que muchos simpatizantes no votarían por el otro candidato en la elección general.
Pero la polarización no giraba finalmente en torno a posiciones enfrentadas ya que no hay marcadas diferencias entre las propuestas políticas de cada uno. Ambos dicen buscar el retiro de tropas de Irak lo más pronto posible, promover una reforma amplia de salud, otra de migración, reparar la política exterior y promover una recuperación económica.
También muestran la misma flexibilidad “pragmática” para cambiar de opinión: ella votó por autorizar la guerra en Irak que ahora denuncia y los dos han votado varias veces por financiarla, aunque ahora expresan oposición; votaron en favor del muro fronterizo con México que ahora denuncian; Clinton y su marido promovieron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y Obama apoyó el acuerdo de libre comercio con Perú, pero ahora dicen favorecer la renegociación del Tratado de Libre Comercio con México y revaluar los otros acuerdos.
Pero resulta que aparentemente sí hay una diferencia que está registrada en las encuestas, de la cual muchos políticos prefieren no decir mucho: Clinton es blanca y Obama negro (una mitad: su madre es blanca de Texas, su padre africano de Kenia). O sea, el racismo como factor electoral.
Las encuestas registran parte de este fenómeno, con porcentajes elevados en algunos lugares que declaran que “la raza” sí es factor en el voto. Clinton, en su desesperación final, promovió esto al repetir una y otra vez que tenía el apoyo del trabajador “blanco”, para dar a entender que la elección general no podría ganarse sin ese sector y que Obama no contaba con él por ser, pues, negro.
Todo esto ha creado heridas dentro y fuera del partido, y en parte por eso los líderes deseaban concluir la lucha interna lo antes posible para atender las “vulnerabilidades” que enfrenta Obama dentro y fuera de los demócratas.
Aunque los demócratas cuentan con la gran ventaja de no ser del partido de George W. Bush, “la presidencia más desastrosa de los tiempos modernos” –como lo define un editorial del New York Times–, ahora enfrentan el desafío de convencer al electorado de que el cambio deseado será más que sólo palabras (aun si son tan talentosamente empleadas por alguien como Obama) y que la raza del próximo presidente no es factor clave para determinar el futuro inmediato del último superpoder.