¡Castrar al sol!
El primero de los gobiernos que adoptaron como modelo económico el basado en la “escuela de Chicago” decidió cancelar de golpe el existente modelo de sustitución de importaciones y abrir el mercado nacional al mundo, unilateralmente y sin condiciones de reciprocidad. Con ello se induciría a los industriales mexicanos a mejorar la calidad de sus productos para hacerlos competitivos en el mercado internacional.
Lo que sucedió fue que la mano mágica del mercado se encargó de que los industriales cambiaran de giro y se hicieran comerciantes importadores de los productos que antes fabricaban. Los más importantes capitalistas nacionales se asociaron a los grandes capitalistas extranjeros y junto con la alta burocracia se aplicaron a rematar los bienes del patrimonio nacional, incluyendo las empresas del Estado que prestaban servicios; allí se perdió la banca, los ferrocarriles, los teléfonos y todos los elementos que sustentaban el desarrollo nacional.
Después de cambiar el modelo económico los tecnócratas neoliberales firmaron un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Así la relación bilateral agregó a su carácter de inevitable e importante la de estratégica. Con el TLC se vinculó el objetivo nacional del desarrollo al comercio con Estados Unidos, y a esa estrategia se confió la solución de los grandes problemas nacionales: el abatimiento de la pobreza, la moderación de la emigración, la contención de la delincuencia. Ninguno de esos males ha cedido, todos se acrecientan.
Con presidentes abocados a norteamericanizar a México y una burguesía desvinculada de los intereses nacionales se constituyó la oligarquía extranjerizante que ahora saquea la República. Sin embargo, la teoría del presidente norteamericanizador tiene una falla de origen.
El presidente educado en el modo de vida americano “en nuestros valores y en el respeto al liderazgo de Estados Unidos” no solamente “hará lo que queramos, lo hará mejor y más radicalmente que nosotros”, sino que indefectiblemente querrá ir más allá que imitar el modelo y las costumbres estadunidenses; su objetivo será incorporar a México a Estados Unidos. Un imposible radicado en las profundas diferencias en el desarrollo de ambas sociedades.
Cuando los gobiernos renegados de la revolución entregaron el poder a los gobiernos derechistas confesos, éstos lanzaron su propuesta de la integración de “Norteamérica”. No consideraba la ilusa oligarquía que la integración tiene como requisitos sine qua non que las sociedades a integrar sean homogéneas y que la voluntad nacional de las partes concurra a la idea integracionista. El rechazo fue automático.
El desengaño fue doloroso para la oligarquía mexicana, pero insuficiente para hacerla cejar en su empeño de fusionarse con la sociedad más adelantada del mundo. Intentaron entonces transfundir la población mexicana al territorio vecino alentando la emigración que ya la miseria propiciaba mientras apelaban a una reacción humanitaria que legalizara el fenómeno migratorio. Esa regularización eventualmente conduciría a una fusión social que permitiera la integración de México a Estados Unidos y Canadá. En el fondo, la maniobra era una imploración. Un cándido llamado a la misericordia de quien mantiene doctrinariamente no tener amigos sino intereses. Al final, la respuesta fue un muro en la frontera.
El muro era un viejo objetivo del conservadurismo americano para el cual no había encontrado la oportunidad política para explicarlo a su propia sociedad. Fue la histeria colectiva resultante del brutal ataque del 11 de septiembre de 2001 lo que hizo posible la decisión de levantar un muro que detenga la corriente de emigrantes mexicanos. También hizo renacer el viejo concepto de defensa estadunidense que descansa en la seguridad que ofrece a su territorio el de Canadá en el norte, el de México en el sur y los océanos Atlántico y el Pacífico en el este y el oeste.
Las capacidades de la tecnología militar de largo alcance de la Unión Soviética habían reducido la vigencia de ese concepto en el nivel estratégico, pero el carácter artesanal de sus nuevos enemigos terroristas ha hecho nuevamente necesaria su aplicación. La diferencia conceptual entre el perímetro de seguridad del siglo XX y el del XXI está en que la actual requiere que la noción sea compartida por el Estado mexicano. Se trata de que México consienta en que su territorio sea parte del perímetro de seguridad de Estados Unidos. Eso acarrea obligaciones, pero no da derechos.
En estas condiciones, la pertinaz oligarquía mantiene su obsesión arribista. Por un lado pretende dar el golpe final al patrimonio nacional de los mexicanos. Entregando el petróleo a los extranjeros hará de nuevo el gran negocio de malbaratar el país y al mismo tiempo cancelará el interés nacional por salvaguardar un patrimonio que será inexistente. Por el otro, se trata de completar la estrategia entreguista vinculando también la seguridad de la nación a la seguridad de Estados Unidos. Extravagante y estólida, la propuesta de los renegados pide a los mexicanos renunciar al mejor negocio del mundo –el de vender petróleo– y emprender la más peligrosa aventura imaginable: servir de escudo a Estados Unidos. No es solamente un disparate: es una verdadera canallada. ¡Castrar al sol; eso quieren hacer los despatriados!
En el siglo XVI, a las naciones originarias les costó tiempo precioso comprender la perfidia de los conquistadores. Ahora, cinco siglos después, es apremiante, es preciso contrarrestar la profunda perversidad de los traidores. La sustancial diferencia está en que ahora la nación tiene la absoluta y categórica determinación de resistir. Sólo el enorme poder del pueblo organizado –el pueblo del sol– impedirá el sacrificio y propiciará la ventura nacional.