Notas sobre Allende
El próximo 26 de junio se celebran 100 años del nacimiento de Salvador Allende. En la amable plaza que hoy corteja al Palacio de La Moneda en Santiago de Chile se erigen dos estatuas de artefacción reciente. Una representa la figura de Allende, que se quitó la vida el 13 de septiembre de 1973 antes de ser aprehendido por los militares golpistas encabezados por Augusto Pinochet. La otra recrea la efigie de Eduardo Frei, su predecesor, el presidente demócrata cristiano que gobernó al país en los años previos a los mil días de la Unidad Popular. El primer memorial es en cierta manera comprensible. La restauración de las libertades políticas en Chile, con el consiguiente desplazamiento de Pinochet del poder a partir de 1989, debía llegar en cierto momento al reconocimiento de quien las defendió con su propia vida. ¿Pero qué simboliza el memorial a Frei?
Seguramente, el antiguo mandatario de la DC merece todos los honores de un hombre que se abocó a reformar su propia tradición para instalarla en los reclamos de una sociedad que exigía cambios sociales esenciales. ¿Pero no acaso fue la DC uno de los principales partidos –en ello coinciden la mayoría de los protagonistas y los historiadores– que no sólo abonó el camino para deslegitimar al gobierno de Allende sino al régimen democrático mismo?
Voluntaria o involuntariamente, la nueva geografía memorial de la plaza de La Moneda alude al compromiso histórico –la alianza entre el Partido Socialista y el Partido Demócrata Cristiano– que hizo en gran medida posible devolver a la sociedad chilena lo que la junta militar le había arrancado por la fuerza más desgarradora: un régimen fincado en la pluralidad política, las garantías ciudadanas y el estado de derecho. Un compromiso que ha transformado la práctica del Partido Socialista no sólo en el mayor laboratorio de la política chilena para enfrentar los retos de la globalización, la crisis de representación política y la eclosión del Estado-nación, sino en uno de los paradigmas centrales para la izquierda de América Latina. Todo ello, a mi manera de ver, como un complejo, sinuoso y laborioso resultado de lo que fue la tragedia y la experiencia de Allende.
Remontémonos al año del 73.
Meses antes del fatídico 13 de septiembre, la mayor parte de la sociedad chilena sabía que la opción del golpe de Estado se había transformado en un problema táctico para la mayor parte de las fuerzas del bloque del centro y la derecha que se oponían a las reformas sociales. Las fuerzas que apoyaban a Allende estaban profundamente divididas. Una parte considerable de su propio partido, junto con las franjas más radicalizadas de la política nacional, pugnaban por una solución de choque. Frente a esta polarización, las fuerzas más fieles al presidente socialista nunca perdieron de vista que en el dilema que planteaba la crisis, la defensa del régimen de derecho, de la institucionalidad constitucional y de las libertades políticas era el patrimonuio más valioso que la izquierda podía aportar para allanar una “nueva vía” de transformación de la sociedad. Una vía gradual, una vía no revolucionaria, incluso a costa del peligro que representaba la amenaza del golpe.
Allende desoyó todos los llamados a instaurar un régimen de excepción para contrarrestar a las fuerzas golpistas. De no hacerlo, su camino habría sido el de todos los regímenes en América Latina que habían privelegiado coartar las libertades a cambio de asegurar hipotéticamente un orden más justo.
De alguna manera intuyó que la justicia sin libertad sólo equivaldría a una nueva forma de sojuzgamiento, y que la libertad sin justicia se traduciría en otra forma de sociedad que se devora a sí misma. Y este legado es el que hoy constituye el paradigma de todos aquellos que están convencidos de que los males endémicos de América Latina pueden ser enfrentados con un régimen fundado en las libertades políticas.