China, Inc.
Pocos países han cambiado tanto en tan poco tiempo como China. En menos de tres décadas ha pasado de tener una economía centralizada y planificada a una con muchos elementos de una economía abierta y de mercado. Es cierto que los cambios han beneficiado a una minoría de sus mil 300 millones de habitantes y que aún falta mucho por recorrer en el renglón político y social.
El otorgamiento de los juegos olímpicos de este año fue, en parte, un reconocimiento a la apertura económica del país más poblado del orbe. Lo ocurrido recientemente dentro y fuera de Tíbet es un recordatorio de los múltiples problemas políticos y sociales que aún enfrenta China. Empero, también hay indicios de cambio en esta esfera. La reacción del gobierno ante el terremoto que azotó buena parte de la provincia de Sichuán el pasado 12 de mayo es un ejemplo de ello.
Tras el terremoto de 1976 en Tangshan, al noreste del país, Pekín optó por una política muy distinta. Tardó en anunciar los efectos del sismo, el más poderoso del siglo pasado, y declinó toda ayuda de rescate del exterior. Nunca se sabrá con certeza el número de víctimas que se calculan entre 250 y 750 mil. Ahora, en cambio, el gobierno no sólo actuó con celeridad, sino que mantuvo informada a la población. Lanzó una enorme operación de rescate y empezó a prepararse para hacer frente a las secuelas del sismo y las amenazas de las inundaciones que podrían seguir. Es más, aceptó de inmediato el auxilio extranjero y permitió la presencia de los medios internacionales de comunicación. La comparación con lo ocurrido en la tragedia de Myanmar es inevitable.
Los embates de la naturaleza continúan en China. El río Amarillo está crecido provocando inundaciones y la evacuación de más de un millón de personas. Es como si, de un día para otro, se pidiera a los habitantes de Puebla que salieran de la ciudad. Para algunos observadores los desastres naturales han servido para relegar a segundo plano la cuestión del Tíbet en vísperas de los juegos olímpicos.
China ha cambiado mucho en estos últimos 20 años. Su crecimiento económico ha sido espectacular, sus obras de infraestructura no tienen precedente y su acumulación de capital la ha convertido en una potencia financiera. Ha optado por abrirse a las inversiones extranjeras a la vez que busca colocar parte de su capital en el exterior.
Por un azar profesional me tocó ser testigo del inicio de esos cambios en materia de política económica. Hace dos décadas me correspondió presidir en las Naciones Unidas lo que resultó ser la última etapa de un proceso de negociación sobre un código de conducta para las empresas trasnacionales. Dicho esfuerzo habría de fracasar. Se buscaba acotar el poder político de esas empresas en los países en que operaban y asegurar que parte de sus ganancias se quedarían en esos países. La propuesta de dicho código la había formulado el gobierno de Salvador Allende en 1972.
Lo ocurrido en Chile al año siguiente sólo sirvió de aliciente para avanzar en este campo. Tras encomendarle a un panel de expertos un estudio preliminar sobre un código de conducta para dichas empresas, la ONU estableció una comisión encargada de negociar dicho código. Esa comisión sesionó de 1975 a 1990. Asumí la presidencia de la comisión en 1985. Pese al apoyo de una gran mayoría de los miembros de la ONU, no fue posible concluir con éxito sus trabajos.
Eran dos los países que más se opusieron abiertamente al código de conducta: Estados Unidos y Reino Unido. Pero había un grupo de naciones que tampoco lo querían, aunque su rechazo fue discreto, ya que los delegados de Washington y Londres se encargaron de enterrarlo. Hacia 1989 pedí a esos delegados que entregaran un texto que fuera aceptable para ellos. Lo hicieron y cuando presenté el documento al pleno de la comisión se rehusaron a aceptarlo. Simplemente no querían un código de conducta para sus empresas trasnacionales.
Para entonces (1988-1990) muchos países en desarrollo habían empezado a cambiar su política económica, buscando, a como diera lugar, las inversiones extranjeras directas. Para mi sorpresa uno de esos países era China, que durante años había defendido el código de conducta para las trasnacionales. Recuerdo que el delegado de ese país, a quien conocía bien, me confesó que las cosas habían cambiado. Valiéndome de nuestra amistad le dije que la República Popular de China se había convertido en la república popular de Bloomingdale’s.
Recuerdo también haberle comentado a mis colegas de nuestra delegación que quizás llegaría el día en que Estados Unidos empezaría a exigir ciertas reglas para las inversiones extranjeras en su país, resucitando así la necesidad de un código de conducta para las empresas trasnacionales. Y parece que así está ocurriendo.
En los años recientes China ha dado pasos importantes para convertirse en uno de los principales inversionistas en el mundo: sus reservas son del orden de mil 300 millones de dólares. En 2007 creó la Corporación de Inversiones de China (CIC) con un capital inicial de 200 mil millones de dólares. La CIC invierte por todo el planeta y ha sido especialmente activa en Estados Unidos, cuidando mucho en qué sectores participa.
Recientemente la CIC se ha topado con cierta resistencia del gobierno de Washington. Éste se ha quejado de algunas inversiones en sectores que considera de importancia para su seguridad nacional. Otros países europeos se han quejado de lo mismo, aunque los potenciales inversionistas son asiáticos y de Medio Oriente. Se trata de los llamados fondos de riqueza soberana y Estados Unidos ya ha dado aviso de que quiere unas reglas más claras que se aplicarían a esos fondos.
China, por su parte, se queja de las medidas proteccionistas que quiere implantar Estados Unidos. Hace escasos quinquenios Washington criticaba a Pekín de su falta de apertura económica. Hoy los papeles parecen haberse invertido.