El consenso de casa
Hace tiempo que el Banco Mundial se rindió ante la evidencia: el recetario pretendidamente universal del Consenso de Washington servía para muy poco, si es que para algo. De modo que decidió, hace unos dos años y medio, pedir al canadiense Michael Spence (Premio Nobel de Economía 2001) conformara una comisión de alto nivel que trabajara sobre el elusivo problema –especialmente para el Banco Mundial– del crecimiento económico en los países subdesarrollados.
La solicitud parecía extraña porque Spence no había trabajado sobre ese tan antiguo como dramático problema. Pero reunió a un grupo, por lo visto, decidido a ver el mundo de frente y en posición de apartar toda idea preconcebida: había que pensar a partir de los hechos.
En mayo pasado Spence entregó unos resultados sorprendentes… para el Banco Mundial y para quienes se formaron en la matriz de los prejuicios del famoso Consenso.
Lo primero que quedó knock out fueron las certezas absolutas muy propias del Consenso. En el mismo estado quedó la liberalización, la desregulación, la privatización y el libre mercado. Esto es, del Consenso quedó muy poco. Y ahora ¿qué harán Agustín Carstens y sus numerosos cómplices mexicanos?
Es más que dudoso que estén en capacidad de desprenderse de sus obcecaciones a toda prueba. Dirán que nada han oído de Spence, o que se volvió loco, pero resulta inimaginable que su cabeza pueda admitir que sus verdades son convicciones sin base. Morirán un día en el convencimiento no de que las recetas del Consenso no servían, sino de que había necesidad de aplicarlas con dosis mucho mayores. Fue siempre la creencia de Ernesto Zedillo: si no avanzábamos es porque requeríamos mucho más de lo mismo. Spence no será quien le cambie ideas tan duramente mineralizadas. Así son los dogmas de las mitologías religiosas.
Michael Spence dice que nuestro entendimiento sobre el problema es limitado, ¡ah!; aconseja experimentar, atendiendo al contexto particular de cada espacio económico, recomienda un pragmatismo sensato y precavido, y la aplicación de medidas pensadas en casa, que no se busquen las grandes transformaciones, sino que se actúe gradualmente y se evalúe juiciosamente.
También recomienda, desde luego, no apartarse de algunas condiciones que son comunes a las economías exitosas: todas participan en la economía global, mantienen la estabilidad macroeconómica, estimulan el ahorro y la inversión, pero ha descubierto que no hay un catecismo con reglas inamovibles y parejas para todos.
No parece decirlo expresamente, pero queda claro que es preciso insistir en que globalización y neoliberalismo no son una aleación indiscernible. La globalización no es desterrable, el neoliberalismo lo es absolutamente.
Sugiere que no haya demasiada reglamentación oficial, pero tampoco muy poca. ¿Cómo debe entenderse esto de ni tan tan ni muy muy? Pues con buen juicio, con sensatez, con reflexiones bien establecidas acerca de las consecuencias y secuelas que tendrá una decisión en el mediano y el largo plazos. Lo dicho, pues, no hay recetas.
Pero ciertamente hay un acento especial: no hay desarrollo si no hay suficiente gasto público en salud y educación. ¿Cuánto es suficiente? Es claro que cada país debe optimar su gasto y distribuirlo según sus necesidades de desarrollo, y sus demandas de justicia social.
Muchas medidas deseables de política económica son entre sí contradictorias, porque así es la economía, aunque son necesarias todas ellas, y es preciso llegar a una mezcla consensuada que incluya los términos en que serán llevadas a cabo las evaluaciones que permitan perseverar, ajustar, o cambiar, sobre la base de la experiencia.
Una parte importante de las conclusiones del grupo de Spence fueron extraídas del pragmatismo y el gradualismo que China aplica desde 1978; no es extraño que el fabuloso experimento de desarrollo y de superación de la pobreza que ese país ha venido experimentando, sea el referente fundamental del nuevo enfoque que ahora se nos recomienda.
No hay duda del cambio drástico en esta nueva postura que poco se ha publicitado: no se nos dice que hagamos lo que hizo China; sino que lo imitemos en su decisión de hacer las cosas a su modo.
El modo mexicano exitoso de hacer las cosas para que se traduzcan en desarrollo y en reducción drástica de la pobreza no está sobre la mesa. Es hora –en realidad esta hora llegó hace lustros– de llegar a un acuerdo: es necesario un acuerdo en lo fundamental sobre el desarrollo que nazca del diagnóstico propio sobre nuestras realidades, que se traduzca en políticas de Estado con visión de largo plazo, y que haya evaluaciones honradas sobre cómo están marchando las cosas.
Fue Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Kennedy School of Government, quien bautizó las recomendaciones de Spence como Consenso de Casa.
En realidad el propio Rodrik había escrito antes muchas de estas nuevas recomendaciones que exigen, en primer término, una actitud de autonomía de pensamiento, basada en el estudio de la experiencia de otros países, además de la historia propia.
Más allá de Spence y de Rodrik, son legión los economistas que en el “tercer mundo” han hablado de la necesidad de la “originalidad de la copia”, como única salida a nuestro desarrollo. Celebremos los hallazgos de Spence porque pueden tener algún efecto en las mentes colonizadas, pero es una pena que desconozca la amplia lista de textos cuyos contenidos explican cuáles fueron las condiciones que, en cada caso, detonaron el desarrollo.