¿Y ahora?
Con las renuncias de los dos más altos funcionarios de la procuraduría y la policía, aún queda un largo camino por recorrer en términos de ley, pero es previsible que la presión acumulada sobre el Gobierno del Distrito Federal comience a disminuir, no obstante el obvio provecho político que a sus costillas han extraídos sus adversarios.
A querer o no, el arreglo constitucional que concede al Ejecutivo federal la última palabra en la designación de los sustitutos de Ortega y González obligará, si el diablo no se mete entre las patas del caballo, a una operación limpia, si bien no exenta de intencionalidad política: el supremo gobierno pretende demostrar que es capaz de asumir posturas flexibles como una forma de subrayar la intransigencia de los opositores. Eso es inevitable, pues como sea el tema seguirá latente para cuando sea preciso denostar a Marcelo Ebrard, justo en el estilo bravucón y superficial que ya es seña de identidad de los últimos jefes del PAN.
Por lo pronto, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal ha conseguido un reconocimiento que nunca había tenido, al grado de que su informe se convirtió, a querer o no, en el argumento decisivo para la actuación del gobierno local. Cabría esperar que en el futuro próximo la dialéctica entre la autoridad y el ombusdman capitalino sirviera para la reconstrucción de una visión diferente, concertada, sobre la actuación debida de los cuerpos de seguridad y la procuración de la justicia.
Ebrard ha prometido cambios de fondo en las instituciones y, sin duda, es mucho lo que puede y debe hacerse de inmediato, siempre y cuando la reflexión deje a un lado las recetas y se encamine a pensar en la sociedad y el Estado que tenemos y deseamos transformar.
Finalmente, el “perfeccionamiento” del funcionamiento de los cuerpos de seguridad, en mi modesta opinión, es un problema “técnico” y presupuestario, pero implica una cuestión de perspectiva, de ética social, de disciplina civil, pero también de libertad y solidaridad, que no están presentes en el debate actual. Mientras la sociedad crea –apoyándose en los datos empíricos de su propia experiencia– que la legalidad es una mascarada en beneficio de la corrupción, la credibilidad de los responsables del orden seguirá por los suelos, así se emprendan las mayores demostraciones de fuerza y capacidad de fuego en aquellos territorios donde el delito campea por sus fueros, arrastrando tras de sí a los propios “representantes de la ley”.
Hace falta algo más que declarar la “guerra” al crimen para vencerlo y, por tanto, para transformar los cuerpos de seguridad. Tampoco estoy de acuerdo con la idea de que la delincuencia organizada sea mero reflejo mecánico de la situación social del país; pero se dice poco cuando se advierte que la pobreza es la que genera las conductas ilícitas, pues aceptarlo así, sin más, no es sino una forma de “criminalización” de las “clases peligrosas”, cuyo destino está marcado por la exclusión y la discriminación.
Sin embargo, es cierto que en una sociedad donde la educación y el empleo se deterioran cada día y el futuro es un vago e incierto horizonte, la solidaridad humana y la cohesión social tienden a degradarse. Y eso es particularmente verdadero para los jóvenes, ese inmenso sector de la sociedad mexicana que está lejos de concebirse, como asegura la propaganda política, en la esperanza de la nación, para transformarse en una carga difícil de llevar.
La juventud, me atrevería a decir, es el problema de México. Sin crecimiento económico un país polarizado y desigual no puede afrontar el presente sin hipotecar el futuro.
La falta de empleo para los jóvenes es la crisis de las pensiones del mañana. La pobreza de la educación de calidad, la vía recta hacia el empobrecimiento general.
En vez de nuevas universidades, capaces de absorber la demanda juvenil, se abren las puertas del mercado al comercio educativo, a la importación de fábricas de títulos cuya utilidad real es insignificante. Y eso sólo puede conducir al desastre productivo, a la crisis de la convivencia, a favor de una ideología consumista, sustentada en el mayor individualismo, alentada por los medios, es cierto, pero creada para satisfacer las necesidades de un capitalismo irracional al que la globalización no consigue componer el rostro.
Cualquiera que se tome la molestia de estudiar las estadísticas acerca de la situación de la juventud en México tendrá a la vista un panorama de grandes exigencias cuya satisfacción se halla en entredicho. Y, no obstante, no se advierte por parte del Estado la disposición a cambiar el rumbo.
Tampoco basta a los partidos comprobar la indiferencia de capas enteras de jóvenes (casi 45 por ciento de los ciudadanos inscritos en el padrón electoral tienen entre 18 y 35 años) hacia la política para discutir el problema con rigurosa seriedad, pues prefieren como explicación los cómodos tópicos sobre el deporte, las drogas, en fin, la temática divulgada por la industria del entretenimiento sin ir a las raíces sociales, éticas y culturales de un malestar cada vez más evidente.
La vieja desconfianza del autoritarismo patriarcal hacia los estudiantes se renueva hoy como una actitud de tolerancia restrictiva hacia las nuevas generaciones. En las apariencias se rinde culto a la juventud, como estadía biológica o como “mercancía”, aunque en los hechos –fuera del espot– subsiste el desprecio por sus inquietudes terrenales.
Ojalá y el respeto a los derechos humanos halle en el lamentable episodio del News Divine un punto de inflexión que sea el comienzo de una política racional del Estado. La nueva policía no saldrá de la nada: es necesario crear un contexto de activa exigencia ciudadana.