Editorial
Sinaloa: del discurso a la realidad
En la cruenta jornada que se vivió ayer en Culiacán murieron 12 personas, tres de ellas agentes policiales, y otras tantas, al parecer, clientes de un taller mecánico que habrían sido víctimas circunstanciales de un ajuste de cuentas entre grupos de la delincuencia organizada.
En el contexto de la violencia sin precedente desatada en diversas regiones del país a raíz de las medidas de combate a la inseguridad puestas en práctica por la actual administración, este saldo trágico podría pasar por rutinario. De hecho, es ya habitual que los homicidios relacionados con la criminalidad organizada y con las modalidades gubernamentales para enfrentarla superen en la cuenta diaria la decena o la docena, y no es raro que entre los caídos, además de presuntos delincuentes y efectivos policiales federales, estatales o municipales, figuren altos mandos de las corporaciones de seguridad pública, funcionarios de las entidades de procuración de justicia o personas ajenas a la confrontación que se encontraron bajo fuego cruzado.
Pero no debe escapar a la atención el hecho de que la extremada violencia ocurrida ayer en la capital de Sinaloa –como se registra periódicamente en Chihuahua, Guerrero y Michoacán, así como en las localidades septentrionales de Tamaulipas– ocurre bajo un apabullante despliegue policiaco-militar, ordenado por el Poder Ejecutivo apenas el mes antepasado, cuando se anunció el envío a esa entidad de casi 3 mil efectivos, en su mayor parte integrantes del Ejército. A mediados de mayo se reportó que Culiacán era una ciudad tomada por los militares, los cuales patrullaban la ciudad a bordo de vehículos artillados, y en la segunda quincena de ese mes el gobierno federal anunció decomisos espectaculares de armas y drogas, así como capturas masivas de presuntos narcotraficantes.
Sin embargo, ayer un comando, formado al parecer por decenas de individuos armados, se paseó por la urbe y dejó una estela de 12 muertos y cuatro heridos. Una de las víctimas mortales, un comandante de la Policía Ministerial de la entidad, fue ultimado justamente enfrente de la sede de esa institución.
Es posible que el Ejecutivo federal reitere la extraña explicación según la cual masacres como la ocurrida ayer son expresión de los “avances” supuestamente logrados por las fuerzas públicas en su enfrentamiento con la criminalidad, pero es mucho menos probable que la opinión pública acepte esa argumentación. Porque, por el contrario, lo que salta a la vista es que los operativos oficiales contra la delincuencia organizada, especialmente en su modalidad de cárteles del narcotráfico, han sido inútiles, en el mejor de los casos, y tal vez incluso contraproducentes. Los hechos indican que en aquellas regiones en las que se realizan los grandes alardes de fuerza bélica gubernamental la violencia y la inseguridad, lejos de atenuarse, se intensifican. Esa dinámica no es, por cierto, novedosa: la padeció el país con las movilizaciones de fuerzas combinadas policiaco-militares a las que el foxismo denominó “México seguro”, las cuales no modificaron de manera perceptible el control y el poder regionales acumulados por las organizaciones criminales.
En cambio, la presencia de efectivos castrenses se ha traducido, en Sinaloa y en otros estados, en graves violaciones a los derechos humanos, con un inaceptable saldo de civiles inocentes muertos por errores o por abusos de los uniformados. Tal situación incrementa de manera objetiva la inseguridad y ahonda la zozobra causada por los cuerpos de sicarios de que disponen los grupos dedicados a infringir las leyes.
A dos años de iniciada la ofensiva policial y militar en curso, y con más de 4 mil 500 muertes que lamentar, la administración pública debe repensar sus métodos para restablecer el estado de derecho en el país. El discurso oficial habla de un avance sostenido de las fuerzas del orden, pero la realidad indica que la delincuencia organizada mantiene e incrementa su control territorial y su capacidad de movilización, su poder de fuego y su habilidad para infiltrar a las corporaciones de seguridad pública, y semejantes resultados se traducen ya, en el cuerpo social, en descrédito, escepticismo y desaliento sin precedente. Aunque tardía, la rectificación en esta materia sigue siendo necesaria.