Usted está aquí: sábado 12 de julio de 2008 Opinión Los votos de la discordia

Ilán Semo

Los votos de la discordia

Hace algunos días, el mandatario de Tamaulipas, Eugenio Hernández Flores, confirmó lo que la mayoría de los observadores habían intuido durante las elecciones presidenciales de 2006: una franja considerable de gobernadores priístas (seis, en total) “direccionaron” cientos de miles de votos para apuntalar la elección del candidato de Acción Nacional. ¿Cuántos en suma? Difícil (o acaso imposible) calcularlo. El desplazamiento de sufragios fue resultado de un acuerdo adoptado a espaldas de los dos partidos, como explicó en una entrevista Manuel Espino, uno de los alquimistas destacados (si no el más destacado) de esa “exitosa manipulación electoral”, según la gráfica descripción del propio dirigente panista. La “manipulación” consistió en volcar súbitamente, dado lo reñido de la contienda y la inminente derrota de Roberto Madrazo, un cuantioso número de votantes que el PRI controla –no necesariamente a través de mecanismos legales– para asegurar el triunfo del blanquiazul. Algunos expertos en materia electoral (los más prudentes) hablan de por lo menos un millón de sufragios. Dos años después de aquel gesto de generosidad tricolor, Eugenio Hernández se lamenta: “Felipe Calderón malpaga nuestro apoyo en 2006. Se centraliza el ejercicio de recursos, hay recortes presupuestales y suspensión de pagos por excedentes petroleros.”

Sobra decir que frente a unos comicios tan disputados como los de 2006, en la cabeza de cada uno de esos seis gobernadores está firmemente asentada la convicción de que sin su destreza de “manipulación” electoral, Felipe Calderón no estaría donde está. El dilema para cada una de las partes de esa súbita alianza fue –y al parecer sigue siendo–: ¿cuánto costó cada uno de esos votos? Es obvio que panistas y priístas tienen muy distintas (y cada vez más conflictivas) opiniones al respecto. Pasa en cualquier trato que se adopta sin suscribir, sin convertirlo en parte de la contienda pública misma. Toda informalidad tiene sus costos, y las facturas de las elecciones presidenciales pasadas empiezan a ser engorrosas.

La colusión entre el PAN y sectores muy visibles del PRI no se redujo a lo que son indicios cada vez más evidentes de extra o paralegalidad electoral –a menos que exista un botón que permita “direccionar” votos por arte de magia–, sino que se consolidó a lo largo del sinuoso proceso que siguió a las elecciones mismas: el conteo, las querellas, las demandas y, finalmente, la intervención del tribunal electoral. Al respecto, el libro de José Antonio Crespo, 2006: hablan las actas, un texto esencial para nuestra historia electoral, examina de manera sencilla y elegante –la sencillez sólo puede ser obra de un gran oficio– los dilemas en que se embarcó el propio tribunal. El argumento de Crespo, extraído de las actas que cualquiera puede ver en la red, resulta prácticamente irrefutable: dada la brevísima diferencia de sufragios con que Felipe Calderón aventajó a Andrés Manuel López Obrador, el número de casillas que el tribunal ordenó abrir y revisar no fue suficiente para emitir un dictamen que diera certidumbre a la elección. Reducir tan drásticamente el número de casillas revisadas implicaba mantener el resultado en la incertidumbre. En palabras muy breves: de ese acotado recuento resultaba imposible saber si no hubo un fraude electoral, pero también saber si existió. En rigor, hasta la fecha nadie puede asegurar si esa elección fue válida o no.

Pero ahí no se detiene el problema. Crespo analiza meticulosamente el dictamen final del tribunal. El veredicto está tan plagado de contradicciones, que ofrece todos los argumentos para justificar la necesidad de una revisión mucho más exhaustiva de esa votación. Una conclusión al paso sobre este excelente estudio: al parecer, en la democracia mexicana no ganan necesariamente quienes obtienen la mayoría de los votos, sino quienes los cuentan.

Todas las recientes revelaciones y estudios sobre las elecciones de 2006 apuntan hacia un giro particular, un cambio acaso de mentalidades. Durante el régimen dominado por el PRI hasta 2000 no importaba tanto cómo se accedía al poder. Se podía llegar por comicios, designación, dedazo o usurpación. Pero un “buen gobierno” solía restañar la legitimidad de aquel régimen. Hoy esa omisión ya no es válida. Hacer naufragar una elección en los procesos previstos para garantizar su legitimidad puede redundar en una falla de origen capital. Es decir, cada vez es más difícil gobernar si la transparencia de acceso al poder no está mínimamente garantizada. Y es la carencia de esa transparencia lo que afectó con tanto dramatismo la legitimidad de las instituciones encargadas de garantizar comicios limpios.

¿Acaso alguien puede suponer que el IFE y el Trife siguen siendo autoridades efectivas de procesos que exigen al menos una relativa imparcialidad? Tal vez ha llegado la hora de que desaparezcan, de que el proceso electoral vuelva efectivamente a manos del Congreso, sin la mediación de instituciones en las que los poderes más disímbolos pueden intervenir por vía libre.

 
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