■ He leído que en México se discrimina a los indígenas por el color de la piel, dice funcionario
Resguarda el Museo del Apartheid la dignidad y fortaleza del alma sudafricana
■ El terreno que ocupa debió ser arrebatado a desarrolladores turísticos que planeaban un casino
Ampliar la imagen Cuerpos desnudos, aprisionamiento, discriminación, vesania de codiciosos colonizadores del subcontinente negro son los componentes de casi medio siglo de segregación racial, toda una historia universal de la infamia. Imagen mostrada en el Museo del Apartheid, recinto inaugurado en 2001
Ampliar la imagen Entrada al Museo del Apartheid, ubicado en Johannesburgo, capital de Sudáfrica Foto: Mónica Mateos
Ampliar la imagen Un aspecto del recorrido por el recinto Foto: Mónica Mateos
Johannesburgo, 11 de julio. Nadie en Sudáfrica habla del apartheid de manera sutil o “políticamente correcta”, porque los recuerdos no mienten.
En el museo creado en el corazón de esta ciudad, para que la memoria impida que se vuelva a repetir el horror de casi medio siglo de segregación racial, fotografías, videos y documentos develan al público, de manera explícita, la humillación y crueldad que vivieron millones de personas discriminadas por el simple hecho de no tener la piel blanca.
Desde que el visitante recibe el boleto de entrada al Museo del Apartheid el estómago se revuelve, pues se debe ingresar por la puerta que se indica: “white” o “no white”.
Los primeros van por un camino al aire libre, hermoso, pero sin más indicaciones, llano. Los segundos se meten a un opresivo laberinto de celdas, entre las que se observan las cartillas de identidad de algunas de las personas que vivieron en los barrios miserables a los que fueron confinados en las postrimerías de los años 40.
La humanidad nació en África
Luego de tan estremecedora bienvenida, todos los visitantes confluyen en un camino común, mediante el cual se le recuerda, una y otra vez: “La humanidad nació en África. Todos, finalmente, somos africanos”.
Poco a poco se comprende que el pecado de quienes vivieron los terrores del apartheid no fue tener la piel negra, sino el ser dueños de una tierra rebosante de oro y diamantes.
“Fuimos y somos víctimas de la codicia de los colonizadores –describe el guión museográfico–. Tan simple y complicada se narra la lucha por la libertad que desde hace siglos libra este continente.”
Las fotos de 1800 de los mineros presos por buscadores de oro no difiere mucho de las que datan de un siglo después o de las de 1950.
En todas las escenas aparecen las mismas miradas llenas de miedo, pero también de orgullo y resistencia.
Ahí están, en foto murales que desgarran el alma, los niños, como sombras lánguidas, muriendo de hambre; las mujeres, como flores negras, llorando por sus hijos muertos; los hombres “no whites” convertidos en bestias de carga, la oscura muerte como única salida digna a una vida de discriminación.
El visitante se asfixia. Vuelve sobre sus pasos, lee las fichas museográficas, vuelve a ver los documentales. “Estoy en shock”, dice Elizabeth, una neoyorquina que, asegura, que nunca imaginó que el apartheid hubiera sido “tan cabrón”.
El Museo del Apartheid fue inaugurado en 2001, construido en un terreno de 6 mil metros cuadrados que, paradójicamente, aun en pleno tercer milenio, tuvo que ser arrebatado a unos desarrolladores turísticos que querían erigir ahí un casino.
El gobierno de Nelson Mandela negoció con los empresarios. Les permitió construir el complejo comercial Gold Reef City Casino (con parque de diversiones incluido), a cambio de que dieran el dinero necesario para construir lo que inicialmente se llamaría Parque de la Libertad.
Al final se replanteó el proyecto y con una inversión de 8 millones de dólares se realizó un recinto “más sutil, pero con más fuerza expresiva”, recuerda Siya Lingani, supervisor en jefe del Museo del Apartheid.
Seis despachos de arquitectos participaron en el diseño del edificio: Anton Roodt, Bannie Britz, GAPP Architecture, Linda Mvusi y Mashabane-Rose, todos coordinados por Sydney Abramovitch.
Desde la colocación del primer ladrillo se supo que el lugar sería un referente para quien quisiera comprender la historia de la joven nación sudafricana. Una parte importante del edificio son los obeliscos exteriores, los cuales representan los pilares de la nación: democracia, equilibrio, reconciliación, libertad, igualdad, diversidad, respeto.
El carisma de Nelson Mandela
El museo recibe cerca de 150 mil visitantes al año, cifra que Lingani espera se incremente en dos años, cuando Sudáfrica sea la sede del Mundial de futbol.
“Los niños, los jóvenes, quienes no conocen lo que fue el apartheid deben saberlo. Aquí está el testimonio de todos aquellos que han luchado por nuestra libertad, de quienes han dicho ‘con mi sangre voy a sembrar la semilla que va a dar buenos frutos’. Eso aprenden los muchachos acerca de las personas que les dieron la libertad que ahora disfrutan”, continúa Siya, quien se emociona al hablar de las organizaciones sociales de los años 70 y 80.
Lleva una gorra roja, con el símbolo de la hoz y el martillo, que no es otro que el del Partido Comunista Sudafricano del que habla con respeto el funcionario del museo.
Al saber que una delegación de periodistas mexicanos visita el recinto, comenta: “He leído que en México hay discriminacion por el color de la piel de los indígenas, eso habla de algo en común que tenemos. ¿Ven por qué es importante este lugar?”
Las últimas salas reseñan la lucha del Black Power, como se hacían llamar los grupos de negros que se organizaron para luchar por la abolición del apartheid. Ahí está, tan carismático desde el principio, Nelson Mandela, a quien los niños consideran un “héroe”, los jóvenes un “padre” y sus contemporáneos “un gran hombre”.
Las escenas de la llegada del líder sudafricano negro al poder son las últimas antes de que el visitante salga del recinto, a respirar el aire fresco del invierno austral que se vive aquí.
En la mente quedan las palabras de los cantantes populares, cuyas grabaciones se escuchan en algunos rincones de las salas: “Si el hombre no puede echar fuera sus problemas, al menos hay que hacerlos flotar”.
El Museo del Apartheid no es una simple bodega que guarda objetos, sino la extensión del alma sudafricana que se empeña en mantener su dignidad, conseguida, como se describe en ese emblemático recinto: a sangre y fuego.