■ Estuvo acompañado en el sax por Ravi Coltrane, hijo del minotauro John Coltrane
El pianista McCoy Tyner inundó de majestuosa magia jazzística el Lunario
■ Junto a su grupo ofreció un hechizante paseo por los temas de su más reciente álbum
Ampliar la imagen McCoy Tyner en el piano, Gerald Cannon en el contrabajo, Ravi Coltrane en el saxofón y Eric Kamau Gravatt en la batería cimbraron el Lunario del Auditorio Nacional la noche del viernes pasado Foto: Fernando Aceves/ Cortesía Lunario del Auditorio Nacional
Una noche con la magia de McCoy Tyner.
Todo empezó así: entra al escenario un par de robustos operarios que parecen dispuestos a levantar un rascacielos sobre el suelo de Nueva York. Su apariencia obrera desenfunda su elegancia en sus trajes impecables para labor tan exquisita.
Uno de ellos se dirige hacia un artefacto poblado de tambores y óbolos de cobre. Recoge del piso dos pedazos de madera para preparar toda la herramienta mientras su compañero se inclina al suelo donde yace dormida una mujer que tiene forma de contrabajo.
La acaricia. Encuentra por respuesta la voz de terciopelo ronco de una muchacha que despierta luego de un coito. Lo que suena es un gemido de valquiria en pleno amanecer.
A la izquierda en la penumbra aparece un hombre delgado, su magra timidez dice sin palabras algo así como ¿se puede? con permiso. Y con un recato de novicia se aproxima de puntillas hacia la banca del oscuro piano iluminado por un teclado de marfil y ébano. Se sienta con la prestancia de una colegiala, rodillas en roce suave que contrasta con el arpegio feroz con el que atacan las manos el teclado.
Ha comenzado el prodigio.
Lo primero que suena es el espíritu. Zumba, habla y camina: Walk Spirit, Talk Spirit, el primer corte del flamante disco McCoy Tyner Quartet, pero en lugar de Joe Lovano, quien grabó hace unos meses esta obra maestra con el maestro McCoy, está el hijo de una leyenda: Ravi Coltrane, hijo del antiguo jefe de McCoy, el minotauro John Coltrane. Semidios.
Se necesita valor, talento y mucha audacia para ser Ravi Coltrane. Antes que nada hay que subrayar lo que ya se sabía, pero la noche del sábado en el Lunario de la ciudad de México se constató en vivo: Ravi Coltrane posee valor, talento, mucha audacia imaginativa en su toque pero, sobre todo, posee un sonido propio, personalísimo, original.
Se necesita valor para ser el hijo de John Coltrane y utilizar el mismo instrumento y sonar también como un maestro, otro maestro. Es como llamarse Picasso y no hacer perfumes, sino obras de arte.
Lo que suena enseguida, y así será el concierto entero, es el orden mismo del disco de marras. El segundo track se titula, en el disco y en el recital, Melow Minor y es un melisma mayor, un encantamiento marsupial, una catarata de besos de colibrí en la calidad exuberante de estos músicos de antología.
Señor baterista aporta magia percusiva para que su compañero, señor contrabajo, entable el primer solo de la noche. Exquisitez. En plena competencia no declarada con el titular del disco, el maestrísimo Christian McBride –huésped reciente del mismo Lunario y, al igual que el disco de McCoy Tyner, del Disquero de La Jornada de la semana pasada– y el resultado es una brillantísima medalla de plata para el suplente, don Jimmy Garrison y una de oro para señor baterista, Elvin Jones, maestrazo que le hace el quite al titular, Jeff Tain Watts con todo su wattaje.
He aquí, señoras y señores, que todo este tiempo y lo que resta del recital la mano izquierda del señor McCoy Tyner absorbe la magia del cosmos y la deposita en plena sala.
En la tercera pieza, Sama Layuca, sucede algo que pocas veces aparece, una epifanía: en los tambores, instrumento lerdo para las sinuosidades melódicas, esplende en cambio una melodía como las que solamente los tambores africanos conocidos como talking drums pueden hacer: los tambores cantan, dicen con ternura inusitada una melodía hechizante, poderosa, como venida de otro mundo. Una cantinela de jazmín y mirra.
Y para todo esto la mano izquierda de McCoy Tyner es un martillo divino, su derecha un harem de ninfas, que gobierna el discurso completo de sax, bajo y batería con un toque pianístico descomunal. Arremete con tal fuerza las teclas el señor que hace temblar el piano entero y, si se le ocurre, como lo hace en ocasiones durante el recital, marca el ritmo con el pie izquierdo; eso es un mar magno, un maremagnum de pasiones desatadas.
Escuchar en discos la mano izquierda de McCoy Tyner es una exquisitez. Constatarlo en vivo es un evento sicotrópico. Y he aquí que son las 22 con 11 minutos y nos llega un regalo de los dioses: un soliloquio al piano de McCoy, cuyos holanes toman luego de minutos que parecen deliciosos siglos, las escobillas sobre los platos de cobre y el contrabajo puntillista y es entonces lo mejor de la velada.
Cuando termina este auténtico prodigio, el maestro toma el micrófono para decir humildemente: “this was just a standard”. Pasu. Como si revisitar las piezas clásicas no fuera trabajo de titanes en cuanto el resultado es magia, simple y llana y poderosa y majestuosa magia.
El concierto termina una hora después de que inició, pero regresa el cuarteto moreno y regala la penúltima pieza del disco: Blues on the corner.
Pero ya la trayectoria de la luz había escandido sus poderes por todos y cada uno de los filamentos íntimos de los escuchas, que vibramos como solamente se vibra una vez en cada instante, en consonancia con el cosmos.
Y así fue como estalló la magia del maestro sobre las mentes y los corazones.
Una luz semejante a la que sale de la aurora.