Palos y astillas
Cuántas veces merendó con los ojos todavía llenos de aire y lejanía. La cuadrilla por lo regular suspendía labores al oscurecer; salvo emergencias, que como se sabe les gusta presentarse de noche. Si por él hubiera sido, allá arriba se quedaba. (Bueno, eso fue lo que a la postre ocurrió. Dicen. Rumores, no hay pruebas).
Ya de ponerse el arnés de cuero y echarse al hombro los lazos sentía un escozor en las plantas, un emotivo cosquilleo en las comisuras de la boca.
¿Que si Plotino era bueno para la altura? Buenísimo, un experto en subir y bajar. No extraña que cuando “practicaba deporte” (expresión que a él no le decía nada), se dedicara al montañismo. Subía los volcanes, rapeleaba barrancas, escalaba arrecifes y peñas a mano limpia. Parecía chango.
–El aire con aire se paga– me dijo un día, enigmáticamente.
En varias ocasiones me invitó a las rondas de su cuadrilla en la ciudad. Unas cuántas acepté, aunque a la hora de subir las torres me ganara el vértigo y la mitad de las veces lo esperara en el camión Ford como el chinito, “nomás milando” La otra mitad de las veces en referencia lo acompañé arriba. No decía nada. Hacía su trabajo concentrado. Cada tanto miraba al suelo, o al horizonte, los ojos independientes de sus manos, como pianista. El viento era demandante y él se olvidaba de mí por completo. Y yo me concentraba en no perder la vida, caer como saco, o alevantado por el viento irme a estrellar en alguna fachada o cornisa.
Entendí que subir a las torres con Plotino era acompañarlo a estar solo. Le gustaba estar solo en presencia de otros. Era su modo de ser gregario. Y la gente lo apreciaba sin tomárselo a mal. Una tolerancia mutua nos hizo cuates.
En una de esas salidas en el camión Ford fue que me dijo lo que le oyó a Rafael Galván sobre nosotros. Me refiero a los universitarios de los sindicatos, que nos hermanamos con los electricistas y los trabajadores nucleares, y ello nos aceptaron como compañeros. Yo era aprendiz de todo, hasta de ese “compañero”. Estaba en carrera todavía, y maestro muy apenas, suplente. En nuestro lado eramos intelectuales, y trabajadores. Al menos tratábamos. Era nuestra oportunidad de ser proletarios.
Plotino no fue intelectual. Sus lecturas eran bastante cómic o novela vaquera. Algo de marxismo, breve, sin intoxicarse. El manifiesto, Qué hacer, El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. Un día me soprendió, cargaba Los grandes problemas nacionales, de Andrés Molina Enríquez. Pero fue sólo una vez, a lo mejor ni era suyo. O se lo prestaron y cargó el grueso tomo por compromiso.
Otra vez lo acusaron de “trotskista” en una asamblea encendida, por algo que opinó, y alzándose de hombros me dijo bajito:
–En mi vida he leído una puta línea de Trotsky.
Debió ser una tarde rumorosa y cálida en las inmediaciones de Vallejo, o más bien en el estado de México. Durante el movimiento. La capital estaba a cargo del otro sindicato electricista, el Mexicano, de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. La Tendencia Democrática, donde estábamos, era del sindicato nacional, convertido en arena de la más importante disputa sindical de los años 70. Las instalaciones estatales, y lo que dijéramos fuera federal en el Distrito Federal, correspondía a los compañeros.
Nos habíamos parado por unos tacos. Y dijo, con cierto asombro todavía:
–¿Qué crees que dijo Galván de ustedes? Que a ver si no resultaba que tenían las piernas de palo.
–¿Qué? –dije, inquieto y ofendido. Eramos combativos, nos la rifábamos. No teníamos duda. Estábamos bravos, y con ellos, los electricistas.
–Sí. Que a ver si no se van a quebrar más adelante, en astillas.
Ya iba a parecer. Si nosotros eramos bien chingones. Me resultó tan chocante lo que oía, que lo olvidé en el acto. Han pasado más de 30 años, y ahora me vengo acordando.