Juan Guzmán, chatino de Oaxaca, vive bajo un puente en las afueras de Graton, California
Criminalizar las semillas nativas ancestrales
La más atroz ciencia-ficción
Ramón Vera Herrera
El capitalismo ha logrado convertir cada una de las crisis que vivimos en oportunidad para hacer más negocios y ganar más. El calentamiento ambiental es progresivo y descontrolado. Estamos por entrar en una crisis de energía y patrón civilizatorio al mermar peligrosamente las fuentes de petróleo. Las ciudades desbordan sus límites por el círculo vicioso de la expulsión-migración-urbanización-invasión-expulsión.
Desborda también la basura que arrojan en los territorios de los pueblos. Surge la revuelta cuando se agota el agua y suben los precios de los alimentos, muerde el hambre y la devastación ambiental se generaliza.
Ante el calentamiento global lo que se les ocurre es sustituir superficies sembradas con alimentos por más y más tierra (que no alcanzará) dedicada a cultivar materia prima para combustibles agroindustriales que no rinden pues producen menos energía de la invertida pero promueven otras fuentes de lucro. La especulación financiera descubrió que hambrear a muchos millones de personas era un gran negocio. Las empresas diseñan nuevos transgénicos con tal de que unas cuantas grandes corporaciones amplíen su ya de por sí desmedido control sobre la cadena alimentaria con semillas patentadas y agroquímicos más tremendos que vuelven drogadictos los suelos y los devastan sin consideración, de nuevo, por el negocio.
Los funcionarios del Programa Mundial de Alimentos y de la fao llegan al colmo de proponer y pactar (a coro histérico con las fundaciones Gates y Rockefeller), una nueva Revolución Verde que propone los mismos paquetes verticalistas y homogenizantes de semillas y agroquímicos en su desastrosa primera versión. Y son estos agrotóxicos, parte sustancial de la agricultura industrial, una de las fuentes principales de los gases con efecto de invernadero.
La cruzada desarrollista seudofilantrópica de Gates y Rockefeller adquiere su rostro más siniestro cuando recordamos que estos personajes son asesorados por el genocida Ernesto Zedillo (el de la matanza de Aguas Blancas, El Charco, El Bosque y Acteal).
No hay ni de lejos la pretensión de construir un sistema alimentario más sustentable y equitativo. Sólo buscan continuar con el negocio y hacer dinero fácil. Es tabú reformular las reglas del sistema financiero o poner coto a los especuladores.
Por todo el mundo leyes y tratados de libre comercio tornan ilegal la práctica milenaria de guardar e intercambiar libremente las semillas de las comunidades porque las grandes compañías (una suerte de consorcio entre ciencia, finanzas, comercio, organismos reguladores internacionales, legislaciones y policía) han buscado afanosos desde dónde hacer un ataque directo, radical, total, para erradicar la agricultura, privatizarla, y sustituirla con pura agroindustria. Quieren diluir el potencial del talismán que le ha permitido a los sembradores seguir libres: la semilla. Ésta es la llave de las redes alimentarias, de la independencia real de los campesinos ante los modos invasores y corruptores de terratenientes, hacenderos, narcotraficantes, farmacéuticas, agroquímicas, procesadores de alimentos, supermercados y gobiernos. Los investigadores de las grandes empresas suponen que sus versiones restringidas y débiles (homogéneas dirán) de la infinita variedad de las semillas sustituyen el potencial genético infinito de los cultivos y aseguran el futuro de la producción agrícola. Pero se equivocan por completo.
Las semillas nativas, libres, comunes, de confianza, son la más antigua tradición humana viva, y dan esperanza de que haya un posible futuro. Su intercambio habla de saberes antiguos que se renuevan cada ciclo agrícola, da certeza a una diversidad biológica que se expande y fortalece el cultivo del que son germen.
Millones de colectivos cifran su vida en sembrar, limpiar, cultivar, cosechar y recoger los ejemplares más especiales para guardarlos y cambiarlos con los parientes, los vecinos, los amigos, la comunidad y otras comunidades. Con su cuidado y selección continua a lo largo de milenios, han logrado mantener una vida plena casi fuera del ramplón sistema que se apodera del mundo, en los márgenes de los aparatos de control de Estados, empresas y gobiernos. Todavía en el mundo más de 1 400 millones los campesinos producen su propia comida, alimentan al mundo y no dependen sino tangencialmente del mercado. Eso les permite mantener una vida más o menos autogobernada y cuidar de modo integral los territorios que habitan: el bosque, los páramos, la lluvia, los manantiales, los ríos, las plantas, los animales, seres y presencias, nuestros muertos.
Dejar fuera a más de 1 400 millones de campesinos del mercado alimentario es un lujo que las compañías no quieren darse. Incluirlos a fuerza amarrará sus ganancias y hará irreversible la sumisión. Expandirá el control empresarial (de la producción al comercio minorista de los alimentos). No habrá rienda suelta a sus ganancias sin regulaciones a todos esos campesinos y comunidades insumisas que desde su vida de siembra entienden el mundo de otro modo y saben que el capitalismo ambiciona sus territorios, sus recursos, sus saberes ancestrales y su mano de obra precarizada en las ciudades.
Las crisis se concatenan y entrelazan. Es urgente producir nuestros propios alimentos, sea en el campo o en la ciudad. Quienes más mal parados estamos somos la gente de la ciudad que nos hallamos en manos de las agroindustrias y los supermercados que nos arrastrarán en su suicidio planetario. Ya es hora de tomar en serio y poner en práctica las propuestas de las comunidades campesinas. Antes fue utopía, que mucha gente calificó de trasnochada. Hoy no hay escapatoria.
¿De qué nos sirven silos atiborrados de cereales transgénicos, plagados de agroquímicos y controlados por los especuladores? Tenemos que impulsar otros alimentos, unos que la gente cuide, cultive, trabaje, gestione y valore en sus propios espacios, y no los alimentos que producen en gran escala las grandes empresas ligadas a redes de todo tipo de manipulaciones que les agregan nocividad biológica y social con tal de lucrar.
Hoy, los campesinos que guardan sus semillas y las intercambian libremente son el símbolo más claro de una resistencia planetaria contra los sistemas de control. Son también, justamente, quienes menos han sentido el embate de la crisis. El intento de erradicar las semillas que durante 10 mil años nos han dado de comer (y su cuerpo de saberes agrícolas) parece extraída de una ciencia-ficción más atroz que Farenheit 451 que describía un mundo donde se prohibían los libros y la lectura.
Dice Camila Montecinos: “si la agricultura campesina fuera ineficaz, o marginal, no habría tanto empeño en erradicarla”. En el larguísimo plazo es tan notable su potencial de autonomía, horizonte y cuestionamiento que sembrar hoy es un acto de resistencia activa.