El secuestro de las decisiones
No abordaré aspectos técnicos de la controvertida reforma energética, porque mi formación académica no me avala para ello y porque sobra quien lo haga. Solamente del comité de intelectuales para la defensa del petróleo, personas tan respetables –admirables– como David Ibarra o Jorge Eduardo Navarrete, por mencionar sólo a dos, han ofrecido su punto de vista. Se dirá que en esta cuestión lo único que cuenta es el tratamiento técnico. Pienso precisamente lo contrario. Temas como el petróleo, la reforma del Estado, la repartición de la riqueza, el crecimiento económico, el Estado laico y muchos otros tienen todo que ver con una visión de la historia –especialmente de nuestra historia–, una idea de los objetivos nacionales e incluso una concepción de la vida y la naturaleza de los intercambios humanos. Implican finalmente una idea del mundo. Una Weltanshauung.
La mentalidad tecnocrática tiende a abordar los temas económicos en abstracto; como si México fuera igual a Dinamarca y Suecia, similar a Brasil. Pero hay entre esas naciones y la nuestra una historia, una idiosincrasia, una sociología diferentes. Ahí estriba la importancia de las visiones multidisciplinarias.
Otra cuestión toral, relacionada con la anterior, consiste en saber si en el debate y en las decisiones deben tomar parte la clase política en sus sedes solamente (para eso fueron elegidos, se argumenta) o la sociedad en su conjunto y en los medios de comunicación. Los tecnócratas y la clase política parecieran considerar que sólo ellos deben tomar las decisiones que resultan cruciales para toda la sociedad. Un poco de consideraciones técnicas y un mucho de intereses particulares decidirían, en ese esquema, lo que atañe a todos. Como ha dicho Carlos Monsiváis (cito de memoria), esto no es menos que la privatización de la discusión y de las decisiones. Y henos ahí en el meollo del problema político actual.
Los legisladores del FAP tuvieron que ocupar temporalmente la tribuna de las cámaras de Diputados y Senadores cuando les resultó patente que había la intención de consumar un albazo legislativo. Información confidencial indicaba que el paquete de reformas presentado por Felipe Calderón había sido pactado ya con al menos un sector del PRI. En los hechos, las reformas habían sido “legisladas” en Los Pinos, los votos que harían posible su aprobación en las cámaras habían sido acordados, y sólo se llevarían las iniciativas al Congreso para dar la impresión de que lo que había sido pactado era puesto a consideración de todos los partidos. Obtener un barniz de legitimidad, aunque se pasase por encima de la postura y las objeciones de por lo menos tres partidos políticos (los que constituyen el FAP), era de lo que se trataba.
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¿Que un debate estaba siendo negociado precisamente en esos momentos? Sí, un debate simulado, que no ofrecía la posibilidad de que todos los actores sociales participasen en él, y llevado a cabo a puertas cerradas. Un barniz legitimador, pues. Los técnicos y los políticos clave ya habían decidido: que un remedo de discusión otorgase el sello final de legitimidad. El gobierno de facto Calderón-Beltrones (¿o será Beltrones-Calderón?) habría operado. Fueron las acciones de los legisladores del FAP y del Movimiento en Defensa del Petróleo las que hicieron posible un debate de 72 días y la consulta ciudadana en el Distrito Federal y diversos estados de la República. Es decir, se logró abrir el debate a la sociedad entera, hecho sin precedentes cuando de discutir cuestiones esenciales para la República se ha tratado.
Muchos miembros de la comentocracia, en especial los principales noticiarios de televisión, bombardearon a la opinión pública con la percepción de que los legisladores del FAP impidieron el debate legislativo. Se soslaya por completo que tal obstáculo temporal no fue sino la respuesta a un intento por imponer una reforma energética que amplios sectores de la sociedad consideran anticonstitucional y privatizadora. Hubiera sido también una reforma hecha a espaldas de la sociedad. Se dice que sus patrocinadores representaban una mayoría en el Congreso, pero en realidad no es tal: representaron un arreglo cupular entre el gobierno y uno de los liderazgos del PRI. El mismo Cuauhtémoc Cárdenas, a quien nadie podría acusar de lopezobradorismo, ha llamado a las reformas “un atraco a la Constitución”. Lorenzo Meyer ha descrito magistralmente cómo las iniciativas del gobierno se enmarcan a la perfección en el viejo intento del PAN, y de la derecha en general, por eliminar el proyecto de la Revolución Mexicana y en particular del cardenismo. Uno se pregunta –la sociedad debe demandarlo– por qué los medios de comunicación, con pocas excepciones, no han hecho hincapié, con la misma vehemencia con la que han atacado al FAP, en semejante atropello histórico.
El debate en el Senado, en universidades y en otras muchas instancias de la sociedad, así como la consulta ciudadana, con todas sus limitaciones forzadas por las circunstancias, no son logros menores del proceso democratizador. Participemos en ellos.