Emergencia y autoridad
Parecería la pesadilla realizada, el delirio del poder. La mentira que regula la vida de todos. Era ayer cuando las expresiones de violento racismo y agresiva xenofobia de ciertos exponentes políticos se podían liquidar como expresiones de un fanatismo producto de los histerismos de algunos locos que se hacían los ridículos.
Sin embargo, hoy la violencia, el racismo, la xenofobia, el fanatismo y la histeria se han vuelto ejes éticos de quienes regulan nuestras vidas –o pretenden hacerlo–, en nombre de los cuales se ponen a dictar nuevas leyes. Y estas prácticas nos ofrecen una vez más la pruebas de cuán débiles son hoy día las tutelas ofrecidas por conceptos como legalidad y estado de derecho en el efectivo ejercicio de la democracia y las igualdades sustanciales.
Hace unos días el gobierno italiano proclamó el “estado de emergencia” frente a la ola de migrantes que están desembarcando en costas de ese país. Medidas extraordinarias frente a un supuesto fenómeno extraordinario. Hace unas semanas la Unión Europea formalizó las últimas medidas represivas en el tema migratorio: más expulsiones, más tiempo de detención para los ilegales y más tropas a las fronteras.
Y sin embargo...
Hace mucho tiempo que el curso político europeo –y viene la tentación de no quedarse solamente con esos territorios– está marcado por conceptos como “emergencia”, “orden público”, “seguridad”, “decencia” y “peligro”. Evidentemente se trata de términos de connotación fugaz, naturalmente no unívocos, arbitrarios, sujetos a asumir contenidos y significados opinables y subjetivos. Y sin embargo, los pensamientos e imágenes que aparecen en la mente cada vez que estas palabras se pronuncian son casi siempre los mismos. De manera disciplinada y conformista hemos aprendido a qué hay que temer, qué significado asignar a la sensación de miedo, qué significado dar a la palabra peligro, qué entendemos por seguridad y cuál es la amenaza a ésta. Y todo esto ha sucedido de la única manera que podía suceder: es decir, más allá o al margen de cualquier principio ético, pero sobre todo por encima de la racionalidad, de cualquier dato objetivo, de cualquier evidencia, de cualquier hecho y de cualquier correspondencia con la realidad.
El camino que nos llevó a este resultado está lejos de pertenecer a la coyuntura política que ve a la Unión Europea gobernada por una derecha retrógrada y conservadora. Desde hace mucho tiempo los países más poderosos del mundo encuentran dificultad para conseguir fuentes de su propia autoridad. El juego de la globalización económica no ha dejado ganadores, o al menos no los ha dejado entre quienes la habían impulsado alegremente dictando sus reglas y sin preocuparse de sus consecuencias. Estos gobiernos –más allá de las alternancias tan poco significativas hoy entre izquierdas y derechas– se encuentran en la incapacidad de hacer frente solamente a uno de los problemas que agobian a sus poblaciones y con la imposibilidad de tener fe solamente en una de las promesas que habían hecho a sus ciudadanos. Ha llegado entonces el momento de engañarlos –a los ciudadanos–, de asustarlos y de obligarlos a no rebelarse en contra de quienes los traicionaron, convenciendo a la población de que estos que los traicionaron continúan siendo los únicos que aún pueden protegerlos. ¿Protegerlos de qué? Ciertamente, de ellos y de que no tienen los medios para enfrentar –la crisis económica, por ejemplo– algo que aún no existiendo puede ser enfrentado. Y así se crea al monstruo, que siguiendo la costumbre debe ser el más débil y el más privado de protección. Más fácil aún si este sujeto habla otro idioma, tiene otro color de piel, tiene otras costumbres y viste de manera distinta.
Es esta invención y reinvención constante lo que está hoy moviendo el mundo. En su nombre se declaran guerras civiles y enfrentamientos internacionales, guerras contra un fantasma, sangre por una mentira, muerte por una ilusión. Está sucediendo en todas partes, en Estados Unidos y en la Unión Europea, aunque en cada lugar se decline según las circunstancias específicas de cada territorio.
Es una cuestión de fondo que ha marcado también la historia de la Unión Europea, esta nueva entidad supranacional que ha tenido que volver a proponer las fronteras de su territorio, de su ciudadanía y de su movilidad, de la misma manera que eran conceptualmente entendidas en la creación del Estado nacional: como algo que excluye, marca la diferencia y fragmenta en el ejercicio de la función incluyente, porque no sabe unir sin separar, porque no sabe proteger sin limitar.
Y es una desesperada búsqueda de legitimidad y autoridad que se ha perdido hace ya mucho tiempo frente a la crisis hecha normalidad, frente a la excepción transformada en ordinaria administración. Es el fracaso del sueño de un mundo unido por el progreso y la riqueza de sus ciudadanos, y que en cambio ha promovido el egoísmo social y ha provocado –o está en eso– la temida balcanización de sus territorios. El quiebre de una ilusión que se estrella contra el muro de la realidad. Ha llegado el momento de que el precio de nuestros deseos –o caprichos– frustrados sea cobrado. Difícil buscar arriba, entre los elegantes demagogos que siguen alimentado nuestras precarias esperanzas. Mejor inquirir abajo, entre los que siendo tan distintos no nos permiten ser tan iguales a nuestros héroes de películas.