Energía para la gente
Días antes de la huelga nacional electricista de 1976, Plotino se fue al norte para apoyar a unos compañeros. Allá resistieron la requisa, en Parral. Aunque no recurrieron a la violencia, les tocó palo. Plotino se había trepado a un puente para colgar un gran lienzo rojo, y entonces llegaron los soldados a la planta. Todo fue rápido, pero tupido. Descendió de inmediato y aún así llegó tarde. La planta estaba militarizada y los esquiroles iniciaban su pésimo “mantenimiento del servicio”, que produciría apagones y accidentes las siguientes semanas, y poco faltó para que se provocara un desastre nuclear en Laguna Verde. Órdenes presidenciales.
No obstante la derrota, algunos avances se lograron en la ley, y otros sindicatos llevaron adelante la insurgencia sindical, como se le llamó. Los universitarios, por ejemplo, que en 1977 padeceríamos nuestra propia represión, con el ingreso de la policía a Ciudad Universitaria para rompernos la huelga. Y como el Ejército en 68, la policía capitalina se cagó en las bibliotecas y los salones de clase. Pero esa es otra historia. Aunque la lucha seguiría, para los electricistas ya nunca fue igual.
Como las puertas de la justicia y la razón siguieron cerradas y la Revolución Mexicana era una sirena varada, los electricistas democráticos decidieron sitiar la casa presidencial de Los Pinos y quedarse allí, en el Campamento de la Dignidad Obrera. En una tienda grande, sobre Constituyentes, Plotino hacía guardia sitiando al presidente López Portillo la penúltima vez que lo vi.
–Se acabó la Revolución y no sabemos cómo hacer otra. Aunque seamos muchos, estamos solos– dijo.
No parecía triste ni derrotado. Ni siquiera cansado. Pero algo más que veía, sin expresarlo, le permitía sonreír extrañamente. Como si estuviera lejos, o recordara algo que los demás olvidamos. Corría el otoño de 1977. Al día siguiente, el presidente mandó desmantelar el campamento y los granaderos quemaron las tiendas, mantas y banderas de la dignidad obrera.
A Plotino lo agarraron por el pescuezo, lo aventaron a un camión y lo fueron a botar más allá de Toluca. Dispersados los trabajadores como piedras, humillados.
Treinta años después, y salvo excepciones, la fuerza de los sindicatos mexicanos y su claridad política se han vuelto menores, las leyes acabaron redactadas por el enemigo y el derecho de huelga es una reliquia del pasado. Son abrumadora mayoría los trabajadores mexicanos sin derecho a sindicalizarse siquiera. ¿Contratos colectivos, prestaciones, seguro social, existencia política? Especies en peligro de extinción.
El golpe contra la Tendencia Democrática de los electricistas inició la decadencia de su sindicato “único”. Los principales dirigentes y las bases más visibles fueron despedidos o jubilados, en una descarada operación de limpieza.
Si los electricistas de hoy, herederos del sindicato “único” de tan noble pasado, siquiera se acordaran. Ahora los trabajadores de la comisión federal son con frecuencia enemigos de la gente. El perverso desarrollo de la industria y el triunfo de los charros los convirtió en parte del aparato de castigo. Una industria ajena al pueblo y con tarifas criminales acabó por hacer de muchos de sus técnicos auténticos policías.
A esto, como dicen las tías y las abuelas, Plotino era de los que ya no hay. A él le gustaba trabajar alivianando a la gente. Devolver la energía a la población le gratificaba. Con mística proletaria, el trabajo mismo le encantaba. Esas alturas sobrias, esa ingravidez con utilidad práctica.
Quizás por jóvenes, Plotino y su carnal Romeo se salvaron de los despidos. Romeo se movió a las oficinas centrales y agarró un escritorio y una silla. Plotino siguió en cuadrilla pero le fue perdiendo el gusto a las rondas. Los compañeros ya no eran compañeros. Ya sólo le quedaban las alturas, los transformadores, las torres y el pentagrama en blanco de los cables.