Usted está aquí: miércoles 6 de agosto de 2008 Opinión Seguridad y responsabilidades de Estado

Editorial

Seguridad y responsabilidades de Estado

La sociedad se encuentra impactada por la ola de secuestros en todo el país, un fenómeno creciente que ha saltado a la vista de la opinión pública con especial fuerza tras el plagio y el homicidio de Fernando Martí, y que se suma a la cuota diaria de asesinatos y levantones (plagios sin intención de cobrar rescate) ocurridos en el contexto de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, hechos que han pasado a ser, por desgracia, parte del mapa informativo cotidiano.

Esta circunstancia no sólo evidencia, como lo han apuntado ya diversas organizaciones civiles y como lo percibe la población en general, un resquebrajamiento a escala nacional de los mecanismos de impartición de justicia y de combate a la delincuencia; revela, además, el desinterés que durante años han tenido los responsables de la seguridad pública para atacar a fondo esta problemática, por más que ahora se pretenda colocarla en el centro de la agenda política.

El Estado tiene la obligación de garantizar seguridad a su población. Por ello, las autoridades se encuentran facultadas para perseguir, capturar y presentar ante instancias judiciales a quienes infrinjan las leyes y violenten el estado de derecho. Sin embargo, las expresiones criminales y la violencia que en muchas ocasiones es inherente a estas acciones no surgen de manera espontánea y difícilmente se les puede combatir cuando las causas que les dan origen permanecen intactas. En las últimas dos décadas, la sociedad ha asistido al arranque y la consolidación de un modelo de gobierno que, entre otros efectos, ha acabado por desmantelar los mecanismos públicos de bienestar social, ha hundido a amplios sectores de la población en una miseria exasperante, ha generado una carencia sostenida de empleos y ha propiciado el retiro de los apoyos estatales a sectores de suma importancia para el desarrollo de una nación, como son la educación, la salud y la agricultura. No es posible combatir eficientemente un fenómeno social tan complejo como la delincuencia sin atender primero los elementos que lo configuran.

Del mismo modo, difícilmente se alcanzará el propósito de garantizar seguridad a la población mientras las autoridades empleen este tipo de circunstancias como instrumentos de golpeteo político. Al respecto, resulta impertinente la reprimenda del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, en contra del jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon, a quien demandó atender “los problemas que verdaderamente afectan a la gente, como es el caso de seguridad pública”, y no promover “actividades políticas que dividen a los ciudadanos” –en alusión a la consulta petrolera del pasado 27 de julio–. Con tales declaraciones, el político michoacano descalificó un ejercicio democrático que fue, en efecto, convocado por el gobernante capitalino, pero que obedeció a un reclamo legítimo y procedente de amplios sectores de la sociedad para frenar la privatización de Petróleos Mexicanos, y que ciertamente no ha ocasionado la división del país: éste ya se encontraba dividido desde el arranque de su gobierno, en buena medida por el descontento que generó el desaseo de la pasada elección presidencial, e incluso desde antes, si se toma en cuenta la enorme fractura social generada por las políticas económicas a las cuales la presente administración ha dado continuidad.

Pero acaso lo más grave sea la afirmación presidencial en el sentido de que “si (los gobiernos federal y capitalino) estuviéramos más unidos, seguramente ya hubiéramos avanzado mucho más en el camino para mejorar la calidad de la policía”. Esto constituye algo inaceptable, al tratar de delegar en las autoridades de la capital un asunto que es de carácter nacional. Debe recordarse que la proliferación de los secuestros no sólo se ha dado en el Distrito Federal, sino también en entidades como el estado de México, Guerrero, Tabasco, Baja California, Jalisco y Guanajuato. En el caso de estas dos últimas, Calderón difícilmente podría argumentar que las cortapisas de índole política merman las perspectivas en el combate a ese flagelo, dado que ambos gobiernos son emanados del mismo partido que el jefe del Ejecutivo. Las razones del incremento de esa vertiente delictiva pasan, entonces, por circunstancias que, hasta ahora, el gobierno federal no ha podido o no ha querido atender.

El combate a la delincuencia demanda, en efecto, articulación entre los distintos niveles de gobierno. La unidad en el fin, sin embargo, no implica la unanimidad en los medios, sobre todo cuando éstos han demostrado, como en el caso de la política federal de seguridad, su falta de efectividad y de sensibilidad hacia los orígenes del problema que supuestamente se pretende resolver.

 
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