Usted está aquí: jueves 7 de agosto de 2008 Política ¿España es Latinoamérica?

Adolfo Sánchez Rebolledo

¿España es Latinoamérica?

Para reforzar la idea de que España es el puente “natural” de entrada a Europa, más allá de las afinidades históricas o culturales, reales e imaginarias, la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega puntualizó algunas ideas al partir hacia México: “Somos Iberoamérica y somos Europa, nuestra situación es única”, dijo. La frase, extraída del gran arcón de la retórica de la hispanidad, se corona con esta otra: “España es en la medida en la que es Iberoamérica”. Cuesta trabajo saber si ese cuadro pinta los sentimientos de los españoles actuales, pero una encuesta de 2004, citada por R. A. Sanhueza en Las cumbres iberoamericanas (ver sitio web de Casa de América ) revelaba que la mayoría de los consultados habían “atenuado” sus vínculos de afecto con América Latina y se sentía más semejante a Europa que al siempre criticable “tercermundismo” latinoamericano, con su cauda de atraso y violencia. 

Por eso, cuando se oye hablar a los políticos de ambas orillas sobre las virtudes latentes de la gran comunidad iberoamericana surge la duda de si, más allá de los buenos deseos, ésta existe y cómo, dadas las asimetrías que determinan el peso específico de la “relación especial” establecida por España con el subcontinente o la aparición de los “liderazgos compartidos” con las potencias de la región.

La idea de comunidad, vista como resultado de la cooperación, es decir, como futuro y no como mera herencia del pasado, es una propuesta positiva en la medida que reafirma la voluntad política de sobrevivir en el mundo globalizado sin sacrificar valores culturales importantes al realismo del mercado, cincelando la realidad mediante un esfuerzo racional para estimular  la educación, la economía, la política y la seguridad ciudadana, fomentando la tolerancia y los derechos humanos. Para ser viable, dicha noción de comunidad parte del reconocimiento de la diversidad de situaciones nacionales; reconoce la variada inscripción de los países en otros bloques colectivos que a su vez los condicionan, pero rechaza cualquier hegemonismo entre estados soberanos. Ésa es la condición para que el “puente” entre ambos mundos permanezca abierto sin convertirse en una alcabala que beneficie a una sola de las partes.

Sin embargo, hay ocasiones en que la “puerta” a Europa se cierra desde adentro. Y entonces la noción de “comunidad” hace agua. Allí está el caso de la llamada Operación Retorno, citado por Ciro Murayama en reciente artículo: sólo tres europarlamentarios socialistas españoles votaron en contra de la ley que permite a las autoridades europeas encarcelar a los inmigrantes hasta 18 meses antes de repatriarlos a su lugar de origen (varios millones de latinoamericanos allí viven). Y aunque Zapatero ha dicho que la ley no se ha entendido bien en Latinoamérica, es inevitable que se vea como un retroceso general, aunque nadie haya llegado a los condenables excesos de Berlusconi en Italia.

Es evidente que no hay “comunidad” imaginable si ésta no se sustenta en relaciones económicas intensas y beneficiosas para todas las partes. Finalmente, más que la caridad o la solidaridad excepcional, eso es lo que piden las naciones latinoamericanas: equidad y trato justo, inversiones productivas, reciprocidad. En esa dirección, parece lógico que los gobiernos pongan todo lo que está a su alcance para facilitar las cosas, aceitando los mecanismos de colaboración, siempre en el marco de la transparencia, la legalidad y el respeto hacia los demás. Cuando no se hace así, como ocurrió durante el gobierno de Aznar, la “comunidad” se quiebra y reaparecen los viejos y podridos aires coloniales, ahora asociados a las decandentes fuerzas del Gran Imperio estadunidense.

Por eso sorprende, por decir algo, la posición, expresada por Fernández de la Vega, figura prominente del socialismo español, al dar una clarinada a favor de la entrada de los empresarios españoles al negocio petrolero mexicano, como cansina e irresponsablemente fue a ofrecer semanas atrás el propio presidente Calderón. Resulta inconcebible que Fernández declare sin ruborizarse que España ve con simpatía la liberalización de Pemex, cuando no puede ignorar que ese tema aún está sujeto al examen del Congreso y, más allá, a la consideración de la sociedad civil mexicana, cuyas expresiones, por lo visto, le traen sin cuidado al gobierno español. Además, la funcionaria se permitió el lujo de confundir las necesidades del gobierno panista con las del Estado mexicano, pifia venial en labios de quien representa a un país comprometido con el estado de derecho y la democracia, y al que muchos ciudadanos mexicanos tienen como modelo de funcionamiento institucional.

No obstante, todo indica que ella no se equivocó pues a eso vino: a presionar por la reforma, apoyando al gobierno panista, como seguramente exigen, con sus habituales y ya conocidas voces destempladas, los arrogantes empresarios iberos. Muy pocos, salvo algunos chauvinistas de museo, se oponen a las empresas españolas en México, pero éstas no pueden pretender el trato privilegiado que el liderazgo panista (desde Fox) les ha ofrecido. 

Es decepcionante que el gobierno socialista sea incapaz de distinguir entre la necesidad de construir una firme relación estratégica con México y la ruidosa, desaprensiva defensa de los intereses (o ambiciones) más inmediatos de “sus” empresas. Por desgracia, tales derrapadas injerencistas se originan en la visión que identifica, sin mediaciones, los intereses generales de España con las actividades privadas de Repsol, Telefónica o el BBV, de la misma manera que en su época la diplomacia estadunidense se definía por su capacidad de proteger los intereses de la United Fruit o las compañías petroleras que en México nacionalizó el general Lázaro Cárdenas, gran defensor de la República en tiempos de canallas. Eran otros tiempos.

 
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