Gigantismo
Arte hiperbólico el de Botero. Con pretensiones épicas.
¿Pleonástico? ¿No es la escultura urbana una de las formas más características de la llamada monumentalidad?
Todo es gigantesco en Botero, los pájaros, las manzanas; las patas de un caballo pintado en 1998 se parecen a las extremidades inferiores de Pepito, dibujo a lápiz sobre papel del año anterior, lienzo que remite a su vez al periodo azul de Picasso. Son descomunales en las pinturas y en las estatua los muslos o los pechos de las mujeres, los dedos de una mano –si es la izquierda mejor– la palma regordeta reproduce en su trazado las nalgas femeninas; los dedos esféricos, las yemas hinchadas, las muñecas rechonchas, los empeines regordetes.
¿Sus temas preferidos? Poblados, bailes, comidas, mujeres desnudas, bodegones, retratos de tipos tradicionales, como se estilaba en el siglo XIX en el arte popular latinoamericano, que tanto le debe a los viajeros europeos, quienes fascinados por el costumbrismo y “lo típico” realizaron grabados de quienes practicaban distintos oficios y de las clases sociales.
Botero incluye en su galería de retratos a los presidentes, las primeras damas, los esmeralderos, los guerrilleros, los militares, los ladrones, los campesinos. Le place reproducir cosas alguna vez vigentes en su provincia natal, cuando niño, tiempo detenido con sus vestimentas, aire provinciano, paisaje, tejados armoniosos y simétricos, frutas, panes corpulentos, todo retratado desde la distancia, desapasionada y a la vez febrilmente.
Criticado por su falta de compromiso político, a pesar de que en muchas de sus obras abundan las representaciones del poder y sus representantes en su país, Botero resolvió no hace mucho pintar los estragos de la guerrilla en Colombia y, recientemente, presentó una extensa serie sobre las torturas infligidas a los prisioneros de Abu Ghraib por los soldados estadunidenses en Irak. Cuadros que, subrayó, estaban fuera de cualquier intento de lucro y fueron exhibidos en varios lugares del mundo, en Colombia, en España, en Estados Unidos, en Berlín, en México.
Sin embargo, si se comparan sus cuerpos desnudos con los pintados por Lucien Freud –o los de otros pintores ingleses, como Stanley Spencer y Francis Bacon– los de Botero son idénticos vestidos o desnudos, como si carecieran de vísceras: pura exterioridad; sus personajes obesos tienen la carne lisa, sin pliegues, sin musculatura, ni siquiera los perturba la celulitis. Sus guerrilleros ostentan la misma mirada inexpresiva que la de un ranchero y las explosiones provocadas por la guerrilla apenas atentan contra el pintoresco orden natural sin lograr destruirlo.
La carne aparece en Freud en su literalidad, como carnicería y materia viva, biológica, carne expuesta en toda su vulnerabilidad, a manera de campo magnético organizado por las figuras y el espacio donde se asientan: los sexos son potentes en su obvia genitalidad. En Botero, las axilas y el pelo púbico, así como la sangre que decora el torso o los muslos de los prisioneros de Abu Ghraib, son apenas pequeñas manchas coloreadas situadas en lugares del cuerpo para señalar su existencia, y los genitales son breves apéndices en cuerpos desmesurados, sin ninguna sexualidad.
Los personajes de Botero suelen estar al aire libre, o cercanos a una ventana abierta: en esta serie están encerrados, rodeados de barrotes, desnudos o cubiertos con pequeños lienzos de colores extremos o capuchones; el piso es de un intenso rojo, semejante al color de la sangre, y sin embargo no causan horror; suele asomar la mano enguantada de un verdugo o aparece de cuerpo entero, vestido de uniforme, descargando golpes sobre el prisionero, u orinando sobre su cuerpo o acompañado de un perro amarrado a una cadena.
Y aquí sí, por fin, aparece un destello de ferocidad concentrada en los dientes aguzados de los caninos, cuyo color gris oscuro contrasta con el encarnado de los músculos y nos hace erizar la piel.