Vías del cambio y correlación de fuerzas
Cambiamos de tragedia, pero no salimos de ninguna. Las malas noticias, los sucesos aciagos de hoy, son una palada de tierra para sepultar la anterior y así vamos por la vida, construyendo un país tragicómico, donde los problemas son dolorosos y las soluciones una comedia.
Frente a esa realidad, ¿cuáles son las vías para resolver los problemas, si la democracia electoral termina siempre cuestionada; si la libertad de expresión es un instrumento para acusar y no aceptar responsabilidades?
¿Qué se hace en un país dividido, paralizado, donde todos consideran que no tienen la fuerza para unificar, pero sí la suficiente para impedir que el otro gobierne? ¿Para qué sirve lo electoral si el resultado de las urnas unos lo sustituyen con la “razón de Estado” y otros con la movilización en la plaza? ¿Por qué ir a votar por diputados y senadores que nadie considera sus representantes y están descalificados para hacer leyes? ¿Para qué la vía armada, si el país hierve de violencia diaria? ¿Para que una insurrección, si no sabemos adónde ir y la “sociedad”, “el pueblo”, “la sociedad civil”, está más confundida que sus dirigentes y voceros y se encuentra más debilitada que nunca y profundamente manipulada?
El punto central, el origen del problema nacional de hoy, es que a partir del 2 de julio de 2006 el resultado formal generó un rompimiento y, por lo tanto, no se establecieron lo que serían las reglas en ese país bipartidista que desde los polos opuestos era responsable en adelante de la nación, dejando al partido del viejo régimen en un lejano tercer lugar y que debía caminar, de acuerdo con las nuevas reglas, a la marginación y a la extinción, no como partido, sino como cultura política.
En toda transición –guste o no (y ahí está la tarea del estadista frente a la visión del político inmediatista)– la tarea de las nuevas fuerzas consiste en definir las reglas y establecer las reformas políticas para procesar democráticamente, con reglas claras, las diferencias nacionales.
En 2006, las fuerzas que decían representar a la izquierda nunca pensaron que estaban en el punto más alto en la correlación de fuerzas para influir en las reformas del país. El viento a su favor era que tanto a favor de la derecha como de la izquierda, la sociedad mexicana había votado nuevamente, mayoritariamente, por que el país cambiara y se alejara del viejo régimen priísta.
La tarea de las fuerzas opuestas era construir una república en la que se incluyera a todos con sus derechos y obligaciones. Donde el discurso político y los representantes sociales crearan y construyeran la nación del futuro. Donde los legisladores votaran las reformas surgidas del debate abierto en torno a todos los temas: desde el económico-fiscal hasta el educativo, la ubicación en el mundo, la pobreza creciente, la salud pública, la seguridad de los ciudadanos, la corrupción endémica y congénita, el valor del trabajo, la repartición de la riqueza creada, la protección de los recursos naturales, la cultura; es decir, todo el país estaría a debate.
Con un poco de visión, confiando en los recursos intelectuales del país, más que en los del poder para imponer, bajo la correlación de fuerzas que dio 15 millones para uno y 15 millones para otro, era el momento de enfrentar los problemas de México.
Hoy, la falta de reglas, la polarización general, hace que nos gobiernen las tragedias y una tape a la otra, y que frente a fuerzas gubernamentales sin control tengamos suerte de no toparnos con un retén policial.
En su inteligencia, la sociedad acusa a las fuerzas políticas, principalmente a las partidarias, de que su disputa por el poder es lo que ha causado la descomposición que se percibe. Lo más grave es que la violencia actual sólo es un preámbulo de situaciones más graves que están llevando a la conciencia general a pedir mano dura, a tomar decisiones y acciones que van más allá de la Constitución, las leyes y los derechos.
Los llamados a que el país sólo cambiará por medio de las urnas se dan después de que se ha contribuido, junto al extremo opuesto e incapaz, a establecer reglas y reformas para un país medianamente unificado en torno a ciertos principios.
Es una derrota de todas las fuerzas políticas que la ciudadanía empiece a pensar en medidas dictatoriales más que en democracia. Que el viejo régimen haya logrado que en ocho años se haya olvidado lo que fueron y que sean las tragedias las que hagan que se olviden las otras tragedias.
En estos días hemos llorado la muerte de los escritores y los poetas; ellos seguramente lloran más por los que nos quedamos aquí con la confusión a cuestas, la demagogia encima, frente a todas las irresponsabilidades, al culto a la falta de personalidad de quienes nos gobiernan y conducen a la nada. Exijamos una sola cosa: no regresar al pasado y, aunque no se vea claro, rememos hacia adelante.