Estado quebrado
El Estado mexicano se ha ido inclinando cada vez más, en consonancia con las tendencias que hoy son convencionales por todas partes, a cumplir con las pautas de funcionamiento del mercado. Éste es el credo contemporáneo: someter la existencia social a las exigencias de la oferta y de la demanda. Y aquí se cumple con una combinación perversa de convicción, atención selectiva y mucha ineficiencia.
En este sentido su desempeño ha sido muy pobre. No cumple con el objetivo básico de generar un crecimiento más grande que supere el estancamiento productivo de largo plazo en el que se encuentra la economía, y con ello elevar el nivel general de bienestar de la gente. La precariedad y la fragilidad son los referentes a los que se enfrentan la mayoría de las familias.
Siguiendo con esta metáfora del Estado como consejo de administración, cuyo uso se alienta abiertamente desde el gobierno y los grandes negocios hace muchos años atrás, los accionistas, es decir, los ciudadanos, deben exigir cuentas a los responsables. El Estado está en quiebra.
Pero ésta es una alusión que finalmente es limitada. La sociedad no es una corporación que se pueda manejar bajo los criterios que rigen a las sociedades privadas. Por más que para muchos ésta sea una visión sumamente atractiva y rentable, y por ello la promueven a veces con descaro, tiene muchas grietas.
Hay asuntos claves que no debería ser necesario insistir en ello, pero pertenecen a lo colectivo y no se resuelven mediante la mera determinación de los precios y de las cantidades concebidas en un entorno eminentemente mercantil. Esto queda expuesto de modo cada vez más abierto, junto con sus claras restricciones para establecer un orden social funcional. Así es como se resiente en nuestra experiencia colectiva y también como individuos.
En su enorme novela Vida y destino, Vasily Grossman nos recuerda algo que por elemental no debe ser olvidado, ni siquiera relegado. “Las agrupaciones sociales tienen un propósito principal que es el de afirmar el derecho de cada uno a ser diferente, a ser especial, a pensar, a sentir y a vivir su vida a su propia manera. La gente se reúne para conquistar y defender ese derecho. Pero es aquí donde se genera un terrible y fatal error: la creencia de que estas agrupaciones en el nombre de una raza, un Dios, un partido o un Estado (y se puede añadir al mercado) son el verdadero propósito de la existencia y no simplemente un medio para alcanzar un fin. ¡No! El único propósito real y duradero de la lucha por la vida reside en el individuo, en sus modestas peculiaridades y en su derecho a poseerlas”.
El Estado mexicano fracasa también contundentemente en este terreno. No es hoy posible afirmar el derecho a la individualidad cuando está restringida la libertad. Y no se trata sólo de la libertad entendida, nuevamente, en términos econó- micos, como se concibe desde el poder y, por lo tanto, enmarcada en los patrones del mercado. Se trata de la libertad ejercida en cuanto a la seguridad, a la integridad y la vida misma de las personas.
Hoy, en cuanto a la capacidad para garantizar el derecho individual a la existencia, el Estado mexicano está en quiebra. Las muestras están por todas partes. No hay que hacer un gran esfuerzo de observación acerca de cómo se multiplican los actos delictivos y crece la violencia. La responsabilidad esencial del Estado es proveer la seguridad de la población. El fracaso es una expresión de la disfuncionalidad que exhibe el arreglo social centrado en las leyes y las normas de convivencia.
Están rotas las condiciones que hacen posible recrear lo que actualmente se conoce como cohesión social. El proceso que estamos viviendo es el contrario y están comprometidos todos los órdenes del Estado (los tres poderes), que no parecen tener ninguna idea clara sobre cómo enfrentar la situación. El pasmo se advierte en sus expresiones corporales y sus declaraciones y en los compromisos que establecen que retumban de huecos. Del otro lado está el miedo y la impotencia de la población, condición que se extiende a lo largo de la muy desigual estructura social que nos define.
El Estado mexicano está quebrado en una doble acepción: una literal, que se refiere a estar roto, rebasado, y otra en un sentido económico de entregar pésimos resultados generales de su gestión. Ambas llegan a la médula, cuestionan su esencia. En cuanto a la seguridad, el desborde que se advierte, como ocurre con la crecida de los ríos, es impredecible.
Pero hay indicios de por dónde pueden ir las cosas. Uno es la demanda ya expresada que ante la incapacidad de enfrentar la inseguridad renuncien los responsables. Esto puede convertirse en una exigencia más grande y sus consecuencias en cuanto a la legitimidad del poder y las instituciones establecidas son graves.
Otro cauce es el de la tentación autoritaria. Ya hay quienes desde diversas posiciones llaman a establecer en ciertas ciudades el estado de excepción, apelando al artículo 29 constitucional que permite en ciertas circunstancias la suspensión de las garantías individuales. Abrir este camino es peligroso y en las condiciones que prevalecen en el país es irresponsable.