TOROS
■ Empresas modestas en escenarios portátiles reivindican al toro bravo mexicano
Emotivo encierro de José Julián Llaguno convierte a Santa Clara en plaza de primera
■ Christian Aparicio, Guillermo Martínez y Jairo Miguel corroboran su torería y potencial
Ampliar la imagen El torero Aldo Orozco cortó una oreja a Número Uno, durante el Festival Taurino por el 92 aniversario del club Atlas, en el lienzo charro Ignacio Zermeño, en Guadalajara Foto: Notimex
Cada vez más “taurinos” –los que viven o sobreviven de la fiesta brava– y más aficionados –los que pretenden ayudar a ésta desde el café o la cantina– se preguntan cariacontecidos qué medidas tomar o qué sesudos planes diseñar para que el espectáculo taurino recupere su esplendor, ése que nunca debió haber perdido.
Son ganas de parecerse al tío Lolo y de rehuir un principio básico: se llama fiesta de toros, por lo tanto si estos en las plazas brillan por su ausencia, la gente en los tendidos también. No es fiesta de toreros, ni de figuras, ni de apoderados, ni de empresarios, ni de autoridades, ni de locutores, ni de críticos, ni de políticos, ni de reinas de la feria. Se llama fiesta ¡de toros!
¿Por qué así? Porque es únicamente a partir del toro bravo en plenitud, no de reses con cuernos, que la tauromaquia cobra sentido y lo que los toreros hagan con él adquiere trascendencia ética y estética. Lo demás son aproximaciones y tergiversaciones de una tradición milenaria renovada hará unos 150 años como espectáculo comercial que no admite bastardear principios, excepto a costa de su propia autenticidad, significado e interés como originalísimo fenómeno cultural.
Lo anterior a propósito de la estupenda corrida de don José Julián Llaguno lidiada en Santa Clara, estado de México, hace ocho días. Seis toros zacatecanos, no elefantes con cuernos, con el trapío que sólo pueden dar la edad, la buena sangre, los conocimientos sustentados y la crianza esmerada.
Toros para cualquier plaza de primera categoría del mundo y que por inexcusables razones acabaron siendo lidiados en una plaza portátil, donde la bravura de los josejulianes se adueñó del ruedo y exhibió el nivel de torería de cada uno de los alternantes y sus cuadrillas.
¿Por qué ese encierro no fue lidiado en una plaza de importancia? Porque las llamadas figuras de aquí y de allá especulan mucho con su popularidad, que no su prestigio, y por sistema rehúyen enfrentar el toro mexicano con edad, a menos que los honorarios vayan en proporción al riesgo... de no cortar orejas de relumbrón a toritos de la ilusión.
Seis “hermosos reyes de astas agudas” con media tonelada de peso en promedio, con cuajo y cara, que luego de pasar muchas horas en los cajones tuvieron arrestos para embestir a todo y a todos, con una movilidad y una toreabilidad que sorprendieron a propios y extraños. Muy claros y con transmisión resultaron los jugados en segundo, tercero, cuarto y quinto lugares. El segundo, cárdeno oscuro de finas hechuras y a la postre el de más calidad en la embestida, arrancó de un pitonazo un burladero; cinco provocaron tumbos con todo y los rugidos de la leona, cuatro fueron aplaudidos en el arrastre.
Christian Aparicio, no obstante lo poco toreado, se vio desenvuelto, con oficio y disposición, perdiendo la oreja de su primero por pinchar. Guillermo Martínez cuajó superior faena con su primero, desde las armoniosas verónicas iniciales hasta las templadas series por ambos lados, disfrutando y sintiendo profundamente el toreo. Como acertara hasta el tercer viaje, dejó ir las orejas que tenía ganadas. Con el quinto, otro tío con un trapío proporcional a su buen comportamiento, Guillermo se sacó la espina y por emotivo trasteo coronado con la espada logró hacerse de una oreja, ya bajo torrencial aguacero. Lo mismo que el extremeño Jairo Miguel, con una afición que no le cabe en el cuerpo, luego del cornadón de Aguascalientes, quien se hizo de la oreja de su primero. Superiores cuarteos dejaron Christian Sánchez y Gustavo Campos. Lo dicho: esto de la crisis de la fiesta no es de ciencia, sino de suma de voluntades y de principios.