Usted está aquí: jueves 28 de agosto de 2008 Opinión Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel /I
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■ Notas de viaje

Para entrar en el espacio Schengen uno debe demostrar que no tiene la menor necesidad de ir a Europa ni un asomo de pretensión de permanecer allí: las autoridades migratorias de cualquiera de los países de la Unión pueden exigir al viajero los siguientes documentos: a) boleto de regreso, b) seguro médico y de gastos de repatriación (40 euros por tres semanas), c) un mínimo de 50 euros por cada día de estancia y d) reservación pagada de un hotel o acta de ofrecimiento de hospedaje por parte de un ciudadano europeo que cuente con vivienda propia, tenga en ella el espacio suficiente y esté al corriente en el pago de sus impuestos; todo ello, debidamente certificado por el ayuntamiento local a un costo –en el caso de París– de 35 euros por persona. Las embajadas de Estados Unidos en los países pobres exigen, como requisito indispensable para conceder una visa, el tránsito por versiones benignas de Guantánamo (colas interminables, humillaciones de toda suerte, interrogatorios parapoliciales) y los Estados de la Europa unitaria van por ese camino.

O sea que los jodidos de la Tierra nos vamos quedando sin más remedio que permanecer anclados en nuestros lugares de origen, mientras a nuestro alrededor se desarrolla un tráfico vertiginoso de mercancías, turistas, funcionarios y hombres de negocios. Por ahora, si uno desembarca en la porción occidental del viejo continente por vía aérea y no en una lancha precaria, es improbable que el policía de migración demande el desembolso de uno o de todos los documentos arriba mencionados; el albur viene siendo semejante a conducir sin licencia, pero con consecuencias mucho más desagradables: siete días han permanecido enjaulados en el nefasto aeropuerto de Barajas algunos viajeros latinoamericanos inocentes de todo delito (más de 300 de ellos, mexicanos), en un limbo jurídico de plena indefensión, a la espera de que a los burócratas españoles les dé la gana ponerlos en un vuelo a sus países de origen. Por su parte, Clara y el firmante llegan a Orly, con los requisitos en regla y listos a aplacar posibles malos humores de uno de esos defensores de Francia que acechan, en uniformes azules, en los mostradores de la policía. Nos toca uno cuyos rasgos, para nada galos, me hacen pensar: “Esto faltaba en mi currículum: ser discriminado por un beréber”. Pero no: el hombre está cansado, o bien quiere ser amable, o ambas cosas, o ninguna. Ojea con desgano nuestros pasaportes, los hace pasar por la lectora de datos y nos los devuelve con una mirada inexpresiva y una expresión terminante: “C’est tout”. Entramos a Francia.

Aquí la policía suele cazar inmigrantes irregulares a la salida de las escuelas primarias a la hora en que terminan las clases. Si un padre o una madre no pueden mostrar la documentación que les es requerida, paf, hay deportación inmediata y su crío se queda en el plantel hasta que las autoridades escolares den con un familiar que pueda recogerlo. Han ocurrido centenares de casos, me contará después Natalie, cuando estamos ya lejos del alcance del agente que nos atendió en Orly. Ante esta práctica, los papás sin papeles han optado por pedir a los que sí los tienen que recojan a los niños. Por eso, a la salida de las escuelas, en los barrios de inmigrantes, hay señoras que se llevan seis o diez alumnos, como si estuvieran en oferta. Ahora es verano y hay muchas ofertas en los almacenes que aún permanecen abiertos, pero como hay vacaciones, no puedo ir a ver con mis propios ojos la recogida de niños en los planteles escolares.

2. Los dogmas del que escribe le habían prohibido acercarse a menos de un kilómetro a la Torre Eiffel, emblema universal del turismo: el sitio más visitado en el país más visitado del mundo, según datos de 2004, y la tendencia sigue; el año pasado, casi siete millones de almas fueron a la torre en busca de la inmortalidad instantánea; cuando termine el presente, serán más de 240 millones de personas las que lo hayan saludado de bulto. En esta ocasión, sin embargo, el cronista hubo de ceder a las presiones filiales y acudió, en olor de humildad, a los pies de la torre. Los prejuicios se debilitan conforme se aproxima a la mole grácil y se derrumban cuando, con un reflejo de fisgón impenitente, se mete entre sus piernas y mira hacia arriba. Las diez mil toneladas de hierro están proyectadas y ensambladas de tal forma que le dan la textura del encaje, y ello refuerza la erótica del monumento. Roland Barthes: “Mirada, objeto, símbolo, la torre es todo lo que el hombre pone en ella, y ese todo es infinito. Espectáculo observado y observante, edificio inútil e irremplazable, mundo familiar y símbolo heroico, testigo de un siglo y monumento siempre nuevo, objeto inimitable y reproducido sin cesar, es el signo puro, abierto a todos los tiempos, a todas las imágenes y a todos los sentidos, la metáfora sin freno; por medio de la torre, los hombres ejercen esa gran función del imaginario, que es su libertad.”

3. La antonimia arquitectónica (y de todo orden) de la Torre Eiffel es la prisión de La Santé, construida en 1867; tras el cierre del depósito de condenados de La Grande Roquette, devino la cárcel más célebre de París, como en el XVIII lo había sido La Bastilla. Al internarse por sus corredores de infierno de baja intensidad, uno rinde homenaje en silencio al poeta Apollinaire, al novelista Victor Serge y al pintor Alén Divi, quienes figuran entre los huéspedes ilustres de este recinto. También pasaron por las celdas de La Santé, entre otros, el primogénito de Mitterrand, Jean-Christophe, por una venta clandestina de armas a Angola; el nazi Maurice Papon, condenado por crímenes de guerra; el actor Samy Naceri, carne de escándalos y pleitos; el criminal Jacques Mesrine, quien ostentó el título de enemigo público número uno y uno de los pocos que ha logrado (con su compinche François Besse) escapar de aquí; el gran músico argelino Cheb Mami, maltratador de mujeres; el yuppie Jérôme Kerviel, a quien se atribuye el fraude más cuantioso en la historia de las bolsas de valores (4 mil 820 millones de euros); el independentista corso Yvan Colonna, a quien Sarkozy detesta de manera personal y encarnizada, y el terrorista Ilich Ramírez Sánchez. Pero el prisionero más célebre de La Santé es Arsène Lupin, quien no existió nunca.

Se ingresa a La Santé por diversos motivos. En mi caso, no hubo delito ni sentencia de por medio, sino una invitación generosa de Chantall Magdeleinat, siquiatra del hospital de Sainte-Anne asignada al servicio médico de la prisión. El pabellón siquiátrico, situado en la planta alta de una de las cuatro alas del edificio, es, figúrense, el espacio más amable del recinto, con talleres de marionetas, tai-chi, música y pintura. Un buen dato es que el personal médico de las cárceles francesas depende no del Ministerio de Justicia, responsable de los penales del país, sino del de Salud, y que las determinaciones clínicas son de cumplimiento obligatorio para las autoridades penitenciarias. La corrupción se limita a la introducción de drogas y los privilegios son casi inexistentes, por más que exista una zona VIP en donde se separa a los famosos de los anónimos. En cambio, no existe el derecho a la visita conyugal y los procesados deben pasar 22 horas al día en celdas individuales. Le pregunto a mi anfitriona cómo son en Francia las cárceles de alta seguridad. “Fueron abolidas”, me responde, y pregunta a su vez: “¿Y cómo son en México?” –Como La Santé.

En las primeras décadas del siglo pasado se organizaban decapitaciones públicas en el Boulevard Arago, contiguo a la cárcel, pero tales espectáculos fueron prohibidos en 1939, con lo que la guillotina fue instalada en el patio de honor del edificio, en donde tuvo una carrera muy productiva. Durante la ocupación alemana, en La Santé no sólo se descabezó a delincuentes, sino también a 18 comunistas e integrantes de la Resistencia. Más tarde, entre 1958 y 1960, la República Francesa les cortó el pescuezo allí mismo a varios combatientes del Frente de Liberación Nacional argelino.

 
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