Alcaraz y sus textos
Hace un par de meses, la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes publicó un libro titulado José Antonio Alcaraz a través de sus textos. Esta obra se debe a la labor de Octavio Sosa, quien se ha encargado de investigar, seleccionar, dar orden y presentar un número necesariamente limitado de los textos críticos de Alcaraz que, en su conjunto, ofrecen al lector una interesante visión de su trabajo a través de los años.
Quienes conocen los anteriores trabajos de Sosa lo ubicarán sin dificultad como un acucioso especialista en el ámbito de la ópera, y en este hecho encontrarán la clave para entender que, en su papel de compilador de estos textos, ha comprendido cabalmente que si bien se suele mencionar a Alcaraz como crítico de música, fue ante todo un hombre de teatro, y de manera particular, un hombre de teatro musical. De ahí que una parte sustancial de los textos elegidos por Sosa se refieran precisamente a las numerosas vertientes del teatro que fueron, a lo largo de toda su vida, la preocupación fundamental de José Antonio Alcaraz (1938-2001).
Uno de los numerosos atractivos que ofrece la lectura de esta compilación de textos de Alcaraz está en la posibilidad de seguir el avance de su desarrollo como crítico, que aquí se percibe no sólo en lo conceptual, sino también en el estilo literario. Dicho de otra manera: en los primeros textos reunidos aquí por Sosa no es posible percibir todavía el inconfundible “estilo Alcaraz” que habría de alcanzar su maduración plena en la época en la que fue colaborador de la revista Proceso, estilo tan singular e inconfundible que se hacía posible identificarlo cabalmente aún en ausencia de la firma de su autor. Sin embargo, desde algunos de sus textos más tempranos, Alcaraz mostraba ya algunas de las líneas de conducta que marcarían su trayectoria crítica a lo largo de los años; la más perceptible en la lectura de estos textos suyos es, probablemente, su intolerancia hacia el lugar común, la chabacanería, la complacencia, la mediocridad, el burocratismo y algunas otras de las lacras que hasta la fecha siguen estando muy presentes en diversas instancias de nuestro ámbito teatral y musical. En este sentido, muchos de los textos seleccionados por Octavio Sosa son muestras acabadas de las ácidas y ásperas diatribas (en ocasiones excesivas, sí) que Alcaraz dedicó a ciertos músicos con cuyo perfil no comulgaba; como ejemplo, baste citar las críticas enderezadas por su punzante pluma contra Jorge Velazco.
Si muchos de estos textos de Alcaraz fueron polémicos, incendiarios inclusive, en el momento de su aparición, algunos de ellos siguen siendo terreno fértil para la polémica, a tantos años de distancia. En uno de ellos, publicado en Proceso en el año 2000 y dedicado a su colega Raquel Tibol, el autor afirma no creer en el papel del crítico como orientador, brújula o mapa, y minimiza la importancia de la información que el crítico pueda aportar mediante su trabajo, posiciones si bien respetables, ampliamente discutibles. En este sentido, es interesante notar que en varios de los textos compilados por Octavio Sosa, el crítico aborda algunas interesantes instancias de la crítica a la crítica, ejercicio que no sólo es saludable sino que en nuestro medio es particularmente indispensable.
En otro ámbito, la lectura o relectura de estos textos (algunos de los cuales funcionaron en su momento como notas de programa más analíticas que descriptivas) permite confirmar cuáles fueron algunas de las causas que Alcaraz defendió con más ahínco en su trabajo crítico: la música mexicana, el trabajo de las compositoras, todas las expresiones de la música contemporánea (a excepción, claro, de las que él consideraba como revisionistas, huecas o complacientes), el teatro en todas sus vertientes como motor fundamental de la actividad creativa. En más de una ocasión la virulencia desplegada por Alcaraz le fue reciprocada en términos análogos. Sin ir más lejos: en Proceso No. 1657 se da noticia de un libro en el que el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda le dedica un párrafo tan breve y contundente como devastador. El que a hierro mata, a hierro muere.