¿Guerra civil?
Me cuesta trabajo creer que la multitud de crímenes que se están cometiendo son simples conductas ilícitas que deben ser sancionadas, sometiendo a los culpables, si es que alguna vez se da con ellos, a las penas previstas en los códigos penales.
Leía el jueves, aquí mismo en La Jornada, que se produjo un asalto en contra de una posición del Ejército, con los consiguientes muertos y heridos que, a mayor abundamiento, suelen ser mayoría del lado de las autoridades. Esa acción no puede ser entendida sólo como un delito sino como un acto de violencia de claros perfiles políticos que estaría atentando en contra de la estructura misma del Estado.
Toda guerra civil implica, ciertamente, un juego político. El objetivo es siempre la destrucción de un sistema que sería sustituido por otro esencialmente antagónico. El lamentable modelo de la Guerra Civil española, en realidad internacional por la intervención de Alemania e Italia, es buena prueba de que se dio fin a un sistema democrático elegido por el pueblo español para dar lugar a una dictadura, con el dominio de un ejército, en su mayoría contrario a la democracia, obviamente con el apoyo de la Iglesia no sólo de España sino también, y de manera muy especial, la encabezada por el papa Pío XII, que bendijo la espada de Franco y se mostró siempre su partidario más leal. Sin olvidar la indiferencia intencional de Francia e Inglaterra, que en el fondo de su alma política preferían un régimen fascista en España que una democracia popular. Lo pagaron caro.
En el momento actual no se advierte claramente que detrás de los supuestos narcotraficantes se deslice una pretensión de cambio político, pero considerar que se trata, simplemente, de actos ilícitos con una finalidad económica, me parece que no corresponde a la intensidad de las acciones que se cometen todos los días.
Hay varias cosas que sería necesario aclarar. En primer lugar, la facilidad asombrosa con la que los delincuentes consiguen armas y municiones todas provenientes de Estados Unidos. La absoluta responsabilidad de los funcionarios de aduanas parece un hecho incontrovertible. Por otra parte –y tal vez es un tema fundamental–, la certeza de que los cuerpos policiacos son claramente alimentadores de la violencia, lo que debe llevar a una revisión a fondo de los criterios de selección con la aplicación de las sanciones más enérgicas para quienes, aprovechando su apariencia legal, se convierten en el peor enemigo de la sociedad.
Es difícil suponer que el problema esencial radica en el conflicto entre los propios narcos. Parece claro que ese es uno de los aspectos más relevantes de la ola de crímenes. Pero sin la menor duda las víctimas han sido muchos funcionarios que de alguna manera representarían la estructura política que los delincuentes declarados pretenden derrumbar y, al parecer, lo están logrando.
En todo ello asoma uno de los problemas más agudos de nuestra sociedad, que es la absoluta corrupción dominante. De otra manera no se explica que sean tantos los policías, de cualquier género, que aparecen como culpables de los actos de violencia. Lo que puede significar muchas cosas, entre ellas que las condiciones de trabajo en que se ubican no son suficientes, por lo que les resulta mucho más atractivo servir en la delincuencia. Hoy en día, además, se están produciendo auténticas deserciones de integrantes de los cuerpos de policía, por el riesgo que corren, y no parece muy difícil pensar en su próximo destino como integrantes del bando contrario.
Ha habido quien manifiesta que no es adecuado que sea el Ejército el que asuma la mayor responsabilidad en este conflicto. No tengo la menor duda de que los soldados no están hechos para la investigación de los actos ilícitos, pero a cambio de ello, están acostumbrados a la disciplina y preparados adecuadamente en el uso de las armas necesarias para combatir a los enemigos del Estado.
Me da la impresión, sin embargo, de que la estrategia seguida es sólo de responder pero no de atacar. Me parece difícil imaginar que no se sabe de dónde proceden las bandas, por lo que ir a su propio territorio, con todas las armas necesarias, incluyendo la aviación, y en especial bombarderos, parecería una fórmula más efectiva.
La falta de definición por parte de las autoridades de los términos de la lucha está colocando al gobierno en una posición muy difícil. Y eso puede conducir a muchas cosas.
A lo mejor hay que leer de nuevo el artículo 29 constitucional. Su párrafo inicial describe situaciones muy parecidas a las actuales: “En los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, solamente el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos (…) podrá suspender en todo el país o en un lugar determinado las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación…”
Por supuesto que deben intervenir los secretarios de Estado, la Procuraduría General de la República y el Congreso de la Unión o su Comisión Permanente.
¿Por qué no lo ensayamos?