El sueño de Fray Alberto
Hace mucho tiempo, cuando reinaba el asombro, en un lejano país donde no sorprendían las apariciones, un fraile de nombre Alberto de Escurdia comenzaba sus clases, durante los que acaso fueron los últimos grandiosos años de esa época de la Facultad de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México, en voz baja, ronca, como un secreto: “En aquellos tiempos, cuando los hombres no distinguían entre los sueños y la vigilia...”
Poco a poco, con su voz endormecedora, Fray Alberto nos transportaba a un mundo acabado, pero no en ruinas, siglos atrás, milenios tal vez.
Sueño, vigilia, de nuevo cargados, densos, de la misma realidad: una realidad que se continuaba, sin fin, sin principio. Lugar indivisible, sin compartimientos, que hoy no conocemos sino bajo el temible nombre de eternidad: “soñaba en la eternidad futura, extraño misterio; en la eternidad pasada, misterio aún más extraño”, escribió Víctor Hugo en uno de sus momentos de iluminación.
Durantes los cursos de epistemología, Escurdia hacía aparecer ante mis ojos a los hombres que hablaban aún con los dioses, porque, entonces, entre los días y las noches, alumbraba la misma luz, la misma inteligencia. La fatalidad podía aún no serlo.
Escurdia me enseñó, en esos años, a tratar de vivir con mis sueños. No los de los deseos, esperanzas y ambiciones. Los otros, los verdaderos. Los que vivimos cada noche –o, los insomnes, como yo, al alba. Pensar, vivir los sueños, tal cual se vive la vigilia es quizás tan imposible como para los antiguos hombres separar una vida de la otra.
“El sueño es una segunda vida”, escribió Nerval, él, quien vivía todos los tiempos, capaz de visitar a Charles Nodier para contarle, pidiéndole guardar el secreto, algunas confidencias que acababa de hacerle Luis XIII.
Nerval no hacía diferencias entre sueño y vigilia, entre un tiempo y otro. Ahorcarse tenía una meta, tal vez distinta a la de la muerte, al menos diferente a ésa que hoy pensamos con tantos miedos.
Hacia medianoche, Jacques me contó un sueño muy vivo que lo había despertado. Ya en la madrugada, ¿qué serían... las tres, las cuatro de la mañana?, Jacques me dijo que, de nuevo adormecido, el sueño continuó exactamente donde lo había dejado –no me dijo si el sueño a él o él al sueño.
Me contó su sueño, yo le conté los míos. Muy vivos. Los de ambos. Mi madre, me anuncia mi hermana Lily en mi segunda vida, acaba de morir. Dudo, pregunto: murió en la aduana, me dice, “ya sabes cómo le gustaba pasar la vida en las aduanas”.
Digo a Jacques que veo a mi madre, en ese “no man’s land”, esperar. El purgatorio fue creado para ello, aunque no fuese sino en la Edad Media para condenar la usura –el juego del dinero prohibido a los católicos, abandonado a los creyentes de otra religión.
No creo en las interpetaciones de los sueños. Michel Foucault, a quien Jacques Bellefroid logró publicar, cuando nadie creía en él, su primer magnífico libro, escribió contra la interpretación de los sueños –a los que más valía dejar tal cual, sin castrarlos. ¿Si no, por qué, en ese caso, interpretar como algo imaginario lo que llamamos la realidad, simple vigilia, contraparte del sueño?
Seguimos hablando de las escenas soñadas algunas horas. Amanece. Me vuelvo a dormir: Iván, mi sobrino, me mira muy fijo y me dice que ya vivió todo. Le pregunto qué es todo y comprendo de inmediato, aunque en seguida olvide.
Cuando vuelvo a despertar, veo la pila de algunos de los libros que serán distribuidos en septiembre, eso que llaman la “rentrée”, el regreso a clases de vacaciones. Más de seiscientos. Hojeo. Una revista asegura que se trata de una “rentrée” femenina: como si la escritura tuviese sexo. Leo fragmentos: han decidido hablar del vacío que es un hoyo. Así llama una de ellas a los orificios de su cuerpo.
¿Es eso lo real? ¿El sueño?
Podría terminar esta crónica con los versos de Calderón de la Barca, pero, frente a la realidad actual, no me queda sino pensar que “el sueño es una segunda vida”.