Usted está aquí: jueves 4 de septiembre de 2008 Opinión Eduardo II

Olga Harmony

Eduardo II

Christopher Marlowe, de no haber muerto tan tempranamente “echando juramentos”, afirma Eliot, hubiera llegado a grandes profundidades poéticas. Es tenido por uno de los antecesores de Shakespeare porque se libró del verso rimado y accedió al verso blanco mezclado con prosa y porque en Eduardo II fue el primero en buscar su tema en las crónicas de la historia inglesa, aunque sigue la tradición de Kyd del teatro de sangre y de venganza. Muy poco representado entre nosotros, yo sólo recuerdo el controvertido Dr. Fausto que Margules montó en los inicios de su carrera. Ahora Martín Acosta escenifica con el patrocinio de Teatro UNAM y del INBA la historia del desdichado rey –en traducción de Alfredo Michel–, plena de matices y con contradicciones dialécticas como es la gran pasión amorosa de Eduardo por Gaveston cuya profundidad no se condice con los frívolos olvidos del rey de los problemas heredados con Francia y con Escocia por estar con su valido y aduladores. Y si en la primera parte del drama se da la razón a Mortimer y los nobles que lo siguen por esta circunstancia, acentuada por el clasismo propio de la época, en la segunda parte se da un giro y se advierte una sangrienta lucha por el poder que hace víctimas de Eduardo y su amante aunque no los redime de culpas. La construcción de la obra es muy especial por esto y Acosta hizo bien en reducir los cuatro actos del original en dos grandes secuencias –intermedio mediante– que acentúan este giro.

En escenografía de Raúl Castillo que juega tanto con lo medieval como con lo contemporáneo, con la iluminación eficaz de Matías Gorlero y con un vestuario de Mario Marín del Río cercano a los inicios del siglo XX, Martín Acosta muestra que las historias de poder y traición resultan propias de cada época, si bien la rebelión de los pares –que es la gran parte de la obra– sólo podría haberse dado en una Inglaterra en la que todavía quedaban muchos rasgos del feudalismo (habría que recordar el origen de la Carta Magna) y en que el rey, si bien tenía gran poder, no gozaba del absolutismo. El director encara la pasión homoerótica de Eduardo y Gaveston haciéndola muy evidente y las protestas de los nobles, debidas en el original más que nada por el humilde origen del favorito, se dan en un ambiente que acentúa la virilidad de los pares, como son los juegos de futbol tenido por deporte masculino aunque ya muchas mujeres lo practiquen, o los urinarios varoniles que se muestran en un momento dado. Por contraste, la reina Isabel, una de las dos únicas mujeres en este mundo bárbaro, es al principio dulce y extremadamente femenina y en la segunda parte, ya amante de Mortimer, cruel y lasciva. El juego de los sexos se da así de una manera contundente y extrema.

Acosta tiene momentos muy poderosos en su escenificación, como es la preparación para la revuelta a través de ejercicios de arte marcial que llevan a cabo los nobles encabezados por Mortimer y que se repite al final con el joven Eduardo III encaminándose a la guerra de los Cien años. Éstos se combinan con instantes de gran languidez, como el tango bailado por los amantes o la escena en la playa en la que el rey sus seguidores esperan la llegada de Mortimer del destierro. La crueldad con la que Eduardo II es asesinado es un momento terrible, más cercano al parecer a la verdad histórica que el que Marlowe da y lo convierte en una víctima que el hijo vengará (y que, por cierto, arranca las estúpidas risas de espectadoras que ya se acostumbran en los momentos más crueles o violentos), Todos estos contrastes, que se dan en el texto, son magnificados en escena con gran fuerza y talento por el director, aunque se adolezca de algunos hechos incomprensibles para mí como el de esos dos soldados desnudos que atraviesan tangueando la escena, pero que son un pecado menor. El reparto es muy grande, pero cabe destacar a Gabino Rodríguez, como el rey, a Ari Brikman como Mortimer; Rodolfo Blanco como Kent, Nailea Norvird como Isabel y Roldán Ramírez como Gaveston y Lightborn.

 
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