Por Guadalupe Ríos de la Torre *
La tolerancia hacia la prostitución se dio en México
hasta el siglo XIX, cuando Aquiles Bazaine, el mariscal
francés al frente del ejército invasor, promulgó el
17 de febrero de 1865 un reglamento, so pretexto de
proteger la salud de sus soldados durante la guerra de
intervención. Así se creó una oficina de Inspección
de Sanidad, encargada de llevar el registro de las
prostitutas y del cobro de impuestos fijados por el
Estado para autorizar el ejercicio del trabajo sexual.
De acuerdo con estas disposiciones, las mujeres
dedicadas a ese oficio quedaron obligadas
a ser revisadas médicamente una vez
a la semana y a pagar, con la misma
frecuencia, una determinada cantidad
al Estado por el permiso.
Con el tiempo se modificó este
reglamento, con la intención de
ampliar el control del Estado: en
el año de 1871 se autorizó a la
policía a encarcelar a las trabajadoras
sexuales que no cumplieran con
su cuota. En 1879 se emitió un nuevo
reglamento, para sustituir al del Segundo
Imperio, que en esencia retomaba
las mismas obligaciones onerosas y
vejatorias para las mujeres comerciantes
de su cuerpo.
La normatividad urbana de la
época consideró necesaria una
vigilancia de las clases bajas
—los “ceros sociales”, que formaban la capa más abundante
e improductiva: los vagabundos, los mendigos, los carteristas,
los niños expósitos y por supuesto las prostitutas— para
hacerle frente al incremento de las infecciones de transmisión
sexual, como la sífilis, que en la ciudad de México constituía
ya una amenaza pública. De ahí que el discurso floreciente
del higienismo se anclara en la reglamentación de la práctica
prostibularia.
Registro de mujeres públicas
En 1898 se emitió un nuevo reglamento de sanidad, que
obligaba a las mujeres trabajadoras sexuales a registrarse en la
Inspección de Policía, que vigilaba los centros de prostitución
y aprehendía a las mujeres no registradas. El registro era una
libreta común utilizada en ese tiempo por notarios, jueces y
párrocos, y estaba compuesta de 196 fojas, cada una con el
historial de tres mujeres públicas con su respectiva fotografía.
Los datos que acompañaban cada fotografía incluían el
nombre de la mujer y el pueblo o ciudad de la que provenía
y la edad. Además, se daban a conocer los domicilios en los
que se localizaban las casas públicas o burdeles y las zonas de
tolerancia. El uso de este registro se perpetuó hasta los años
de revolución.
Zonas de tolerancia
La nueva traza urbana durante el Porfiriato fue un factor
importante para la apropiación del centro de la ciudad de
México por la élite en ascenso, lo que también transformó la
ecología humana. Se abrieron avenidas, se limpiaron calzadas,
lo que permitió un mejor tráfico de las mercancías y de los nuevos transportes de la clase triunfante, al mismo tiempo
que favoreció la circulación del aire, volviendo más sano el
ambiente. De esta transformación urbana nacería la “moralización”
y la “higienización” de las calles céntricas. Los burdeles
tradicionales son expulsados de un centro reservado
a las actividades de los ciudadanos respetables: vender,
comprar, convivir y desarrollar las representaciones
del espectáculo de la decencia y del nuevo modo
de vida.
Las autoridades fijaron las llamadas zonas
de tolerancia. La intención era fijar un solo
perímetro circunscrito, lo más lejano posible
de las áreas habitadas por la gente de
orden, el cual quedó como sigue: zona de
primera, segunda y tercera clase.
Los burdeles, al igual que la zona
de tolerancia, podían ser de primera
—aquellos en donde se pagaba aproximadamente
tres pesos o un poco más por
una visita ordinaria—, de segunda —las casas
donde se cobraba dos pesos por una visita—, o
de tercera, en donde se desembolsaba menos de dos
pesos por visita.
Los burdeles debían ocupar una casa entera o bien una
habitación que estuviera completamente separada y aislada
del resto de la casa. Debían de mantener las puertas y ventanas
cerradas tanto de día como de noche, para que desde el
exterior no se averiguara lo que sucedía en el interior.
La autorización para el establecimiento de los burdeles o
casas de citas fue autorizada por el Inspector de Reglamentos del
Consejo de Sanidad y para su aprobación debía de cumplir con lo
siguiente:
Que la accesoria o casas en cuestión se encuentre en buen estado de
higiene, con sus correspondientes llaves de agua y excusados. No tener
en el perímetro que marque el reglamento ni escuelas, ni cuarteles, ni
templo o cantinas. (Reglamento de Prostitución 1878)
Pero no sólo los burdeles o casas de tolerancia se encontraron
estratificados por la regulación, otra de las sistematizaciones
que recuperó el registro fue que a cada mujer se
le otorgara una categoría (clase primera, segunda y tercera)
en relación con sus posibilidades económicas. Las mujeres
podían ser de tal o cual clase siempre y cuando pagaran
sus contribuciones a la Comisaría; es decir, si la mujer
quería ser de primera clase estaba obligada a pagar
mensualmente 10 pesos, y por derecho de inscripción
20 pesos; la de segunda clase cuatro y diez pesos; y las
de tercera clase 1 y 4 pesos respectivamente.
Las prostitutas no solo quedaron sujetas a la observancia
de estrictas normas reglamentarias, sino también
a las obligaciones que el propio oficio imponía.
Estaban regenteadas por una mujer, madrota, que
tenía como colaboradores en su misión a los conocidos
padrotes, individuos que participaron con frecuencia
como patrones de
hecho, que no de
derecho; en muchas
ocasiones eran maridos o amantes,
y con frecuencia traficantes o
delincuentes.
Los usuarios
Los estudios sobre la prostitución generalmente
parten del análisis de las prostitutas
y no de los clientes. Éstos, a cambio
del pago, satisfacen su deseo erótico sin
poner en peligro el modelo conyugal o el
de la institución matrimonial.
¿Quiénes iban a estos lugares? En realidad
eso dependía de la posibilidad económica
del cliente. Los clientes que frecuentaban
los burdeles de primera y segunda clase
eran por lo regular militares, la burguesía
capitalina y el sector letrado de la capital.
Los visitantes de los burdeles de tercera
solían ser los obreros, la tropa o en algunos
casos los residentes de las zonas, o migrantes
recién llegados a la capital. Los clientes, al contrario
de las trabajadoras sexuales, jamás fueron
perseguidos, registrados o encarcelados, a pesar
de que transgredieran la norma establecida por la
sociedad mexicana.
La trabajadora sexual siguió siendo el prototipo
de la mujer delincuente y enferma, engendradora
del relajamiento moral y de las “enfermedades
venéreas”. El discurso describía a estas mujeres como
“seres que se entregan a las caricias lujuriosas, a
besos lascivos, a gustar los placeres del cuerpo,
organizan orgías donde la moral y la higiene huyen
avergonzadas” (Sucesos, 1887).
Evidentemente, las medidas oficiales no pudieron
aliviar los problemas derivados del trabajo sexual en
aquella sociedad y de ningún modo significaron la
desaparición de esta práctica. A pesar de tanto empeño,
los reglamentos así como los intentos de control de las
infecciones sexuales fueron un rotundo fracaso.
* La autora es doctora en Historia, investigadora del Departamento de Humanidades de la Universidad
Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Versión editada del artículo “Mujeres Públicas y Burdeles en
la Segunda Mitad del Siglo XIX”, publicado en la revista electrónica Tiempo y escritura, de la UAM-A. http://www.azc.uam.mx/publicaciones/tye/tye12/art_hist_04.html |