Usted está aquí: jueves 11 de septiembre de 2008 Espectáculos Leer el desierto

Guillermo Arriaga

Leer el desierto

Ampliar la imagen Correcaminos, de la serie Habitar el vacío, 2002 Correcaminos, de la serie Habitar el vacío, 2002 Foto: Alfredo de Stéfano

Con el permiso de las editoriales ofrecemos fragmentos del texto que el escritor, guionista y director de cine Guillermo Arriaga publicó en el libro Breve crónica de luz, ensayo fotográfico de Alfredo De Stéfano, sobre su experiencia como cazador en el desierto. Este trabajo, editado por Artes de México y CNCA, se presentará hoy a las 19 horas en el Museo de Arte Carrillo Gil.

Soy cazador. La cacería me ha permitido adentrarme en lugares remotos, casi inaccesibles. He cazado en selvas, montañas, bosques, pastizales, tierras cultivadas, pantanos. Y me he vinculado de manera muy honda con el paisaje. Porque todo cazador, el que de verdad lo es, necesita compenetrarse con la tierra que recorre. Leerla, comprenderla, entenderla. En la cacería uno descubre todo lo que de la naturaleza habita en nuestra condición humana.

De todos los paisajes, el que más me llega, el que más profundamente me brinda un sentimiento de pertenencia, es el desierto. Hay algo arcano en el territorio de los desiertos que me hace sentir que ésa es mi casa. Tan sólo al estar de pie frente a la inmensidad de un desierto entra en mí un bienestar primitivo y real. Algo hay en ese polvo, en esos cactos, en esas grandes extensiones, en ese calor opresivo, en ese frío cortante, que penetra mi carne y mi sangre.

Cazar en el desierto es una experiencia poderosa. Nos recuerda lo diminutos que somos. Cada paso en el desierto es un regreso a la humildad. Todo en el desierto muerde, pica, espina, maltrata. Nadie sale indemne del desierto cuando se entra a sus profundidades. Una cortada, una mordida, espinas que se quedan enterradas por años, son el recordatorio permanente de la fuerza del desierto. Por lo menos yo nunca he salido ileso (...)

En el desierto, tan sólo poder mirar una lluvia que cae en la lejanía, ver un venado bura que trota a un kilómetro de distancia, descubrir en la otra punta un vehículo que levanta una polvareda, me permite sentirme integrado, como si el paisaje me invitara, no me rechazara.

Y la lejanía también se extienda al sonido. En el desierto reverberan los sonidos con transparencia y claridad. Nada estorba al sonido en el desierto. Las voces, los balidos de las cabras, los aullidos de los coyotes, el graznido de los gansos que cruzan volando en formación en las alturas, el choque de los cuernos de los venados machos que pelean por las hembras, los perros que ladran en las rancherías, el vuelo silbante de las palomas de ala blanca, son llevados libremente por el viento en el desierto. En la selva los sonidos son borrados por esa otra pared que son los cientos de ruidos que emergen de sus oscuridades. En la selva el sonido es un mazacote indescifrable, una sinfonía rota. En el desierto los sonidos brotan con una cualidad casi musical. El minimalismo del desierto frente al barroquismo de la selva. En el desierto uno sabe de dónde proviene cada sonido. Hay una limpieza sonora con una claridad casi estética.

Y la luz. Caray, esa luz del desierto. Hay en el aire del desierto una cualidad prístina. La luz del desierto es insuperable. Adquiere una densidad, casi un peso. Al mediodía la luz es blanquecina, casi desagradable, un manto cegador. Pero hay un momento en que la luz del desierto pareciera poder tocarse, acariciarse. Sobre todo cuando el sol empieza a declinar a las cinco de la tarde. Entre las sombras alargadas de los cactos y mezquites, la luz parece un habitante vivo (...)

Si bien es cierto que el aire de los bosques nos llena los pulmones de un frío saludable, prefiero el aire del desierto impregnado de polvo y tierra. Es un aire que me acerca más a la tierra, al inicio, al secreto de mí mismo. Los bosques, tan hermosos ellos, me recuerdan a los calendarios de las carnicerías. El lugar idílico al que todo citadino aspira. Con sus altos pinos, sus ríos perfectos, sus ovejas que pastan en paz. De nuevo la salud, el aire puro: el paraíso.

El desierto expresa la imperfección, la amenaza, el peligro. No puedo olvidar la historia del niño que vivía en el desierto coahuilense y que luego de una reprimenda paterna por malas calificaciones huyó por las brechas para perderse y luego ser encontrado bajo un mezquite semidevorado por las hormigas. Y aunque todo paisaje nos puede destruir si nos perdemos, ninguno lo hace con tanta crueldad como el desierto.

Las opciones de subsistencia son más precarias. El Sol y la falta de agua y sombra terminan por vencernos. O el frío y la falta de alimento. O las decenas de animales que están listos a atacarnos: víboras de cascabel, monstruos de Gila, alacranes, escorpiones, tarántulas, coralillos. Incluso el ganado cimarrón, que no duda en atacar cuando percibe que su territorio ha sido vulnerado (…)

Varios nos perdemos cuando la adrenalina de herir un animal nos hace perseguirlo sin cansancio, olvidando las reglas escritas en piedra del desierto (ningún cazador que se precie de serlo permite que un animal vaya a morir lentamente por una herida inflingida por nosotros; el cazador verdadero sabe que hay que matar rápido y con decisión). Por eso la mejor forma de sobrevivir al desierto es integrándose a él, saber leerlo.

No deja de sorprender que, entre tan aparente desolación, borbotee la vida por todos lados. En el desierto abunda la diversidad animal y vegetal. A los ojos ignotos todo cacto es igual. Quienes conocen saben que cada uno es distinto: saguaros, órganos, cabezas de viejo, nopales, chollas y decenas más. Cada uno encierra un secreto y a veces un remedio para sobrevivir, una reserva de agua, una pulpa comestible, un efecto sanador. Y la fauna. Aves, mamíferos y reptiles de toda clase. Duros, tozudos, capaces de sobrevivir a los extremos del desierto. Como el venado bura, que puede soportar largas semanas sin agua. O la lagartija cornuda que orina sólido para no perder líquidos. O el coyote que actúa en grupo para cazar. O la liebre con sus grandes orejas para disipar el calor. O la tarántula que se esconde paciente durante horas esperando a su víctima. O los perritos de las praderas que ladran desesperados para alertar a los demás del peligro. O los pumas que son capaces de arrastrar a un becerro por kilómetros. Todos animales admirables, tanto que cazar uno de ellos no deja de causar cierto pesar y pena. ¿Quiénes somos nosotros para arrebatarles la vida? ¿Por qué nos atrevemos a vulnerarlos, a vencerlos, a matarlos? Ningún cazador está exento de dudas, de preguntas y de culpa. Pero al fin, la naturaleza es un ir y venir de vida y muerte, y no hay que olvidar que adentro de cada uno de nosotros, aún palpita el ancestral soplo de la naturaleza.

He cazado en los desiertos de San Luis Potosí, Querétaro, Guanajuato, Oaxaca, Coahuila, Nuevo León, Hidalgo, Jalisco, Sonora y de ese otro México que es el oeste de Texas. Cada uno de estos desiertos guarda una peculiaridad y una serie de rasgos que lo distinguen de otro. El de Sonora, por ejemplo, da la impresión de haber sido cultivado por un jardinero japonés. Nada parece fuera de lugar. Cada vereda, cada saguaro, cada palo de fierro, está acomodado de manera perfecta. O el desierto del norte potosino, con una sequedad que hace que a cada pisada se levante el polvo. Desierto con órganos que se multiplican en el horizonte. O el ríspido desierto coahuilense cercano a Piedras Negras en donde el chaparral se extiende en interminables planicies y que de vez en vez es cruzado por ríos de un transparente azul intenso que compite directamente con los azules del Mar Caribe. Y aunque estas descripciones se parecieran a las de las baratas revistas turísticas, no por ello son menos ciertas.

Y es aquí donde entra la obra de Alfredo De Stéfano. Pocas, muy pocas veces, un fotógrafo logra despertarme la fuerza, el peligro, la ternura del paisaje del desierto como lo hace Alfredo, pocos recogen el peso de su luz, su extensión sin límites, sus contradicciones.

Manipulando de manera básica los elementos, Alfredo logra disparar efectos múltiples. Sus instalaciones, de una sencillez abrumadora, crean nuevos escenarios y a la vez remiten al paisaje que interviene (...)

La obra de Alfredo nos invita al desierto, a entrar en él, en su luz, su espacio, su orografía. Y lo hace desde el punto de vista de un hombre casi primitivo, apenas dilucidando los signos arcanos, leyendo a tropezones lo que la geografía vasta del desierto quiere decirnos (...)

 
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