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Los Futuros del Víctor M. Quintana S. El futuro nos alcanzó. El campo que ahora tenemos, el campo que ahora vivimos es lo que era el futuro del campo para quienes trataron de imaginarlo y pensarlo hace 50 o cien años. Al comenzar el tercer milenio, el campo mexicano es muy distinto al de hace un siglo, al de los albores de la Revolución de 1910, una gesta social con un fuerte sello agrario en la que fueron precisamente los campesinos quienes más muertos pusieron. Hay en México más campesinos que nunca, más gente viviendo en el medio rural que en cualquier etapa de nuestra historia y, sin embargo, el porcentaje de ellos ha ido disminuyendo en relación con la población total del país. Hay más tierra en manos campesinas que en vísperas de la Revolución, han mejorado indudablemente las condiciones de vida y de escolaridad de la mayoría de los habitantes del medio rural, lo mismo que se dio un increíble salto hacia adelante en la frontera agrícola, en la producción, en la productividad, en la generación de valor en el sector agropecuario nacional, en la adopción de innovaciones tecnológicas. El llamado milagro mexicano de mediados del siglo pasado se debió en buena parte al crecimiento y al aporte –¿sacrificio?– del medio rural a favor de la industria. Sin embargo, a pesar de esos indudables avances, las cosas no marchan bien para las y los campesinos, las y los indígenas. El campo mexicano expulsa hoy más migrantes que en toda su historia. La mayor parte de su población vive en la pobreza y la mayor parte de la pobreza extrema del país se asienta en él. Al contrario de hace un siglo cuando los campesinos pasaron a la ofensiva, ahora se encuentran a la defensiva, arrinconados en todos los sentidos: la expansión de los agronegocios en el contexto de la globalización capitalista los ha excluido de los beneficios y del crecimiento económico. Las políticas del gobierno, que alguna vez se proclamaron agraristas y procampesinas ahora benefician a los grandes capitalistas rurales y favorecen el lucro. Las tecnologías campesinas tradicionales y las semillas nativas y criollas sufren el embate de los monocultivos, de las técnicas y maquinarias para las mega explotaciones y de los organismos genéticamente modificados. Incluso en el plano cultural, el sentido común dominante ataca a lo campesino como lo atrasado, lo obsoleto, lo opuesto al desarrollo, lo políticamente superado: el populismo, el acarreo, etcétera. Ciertamente los campesinos y los indígenas no se han quedado de brazos ante esta ofensiva, ante este arrinconamiento. Han desatado movimientos de muy diversa índole, que en muchos casos han trascendido lo meramente ofensivo y han echado los cimientos de una nueva propuesta rural, pero esto no es lo más fuerte ni lo más característico ni de todos los países ni todas las regiones de nuestro país. En este contexto, es pertinente preguntarse ¿cuál es el futuro del campo? El futuro del campo es el futuro de sus actores. No hay futuro sin proyecto y no hay proyecto sin sujeto. Así, el porvenir del medio rural depende de la capacidad de los actores que en él se encuentran para constituirse como sujetos, es decir, actores con un proyecto propio, con capacidad de acción y fuerza social y política para impulsarlo. Es indudable que ahora quien tiene un proyecto de campo más claro y con más fuerza económica y política para realizarlo es lo que podríamos llamar el complejo trasnacional de los negocios agroalimentarios. Lo constituye un puñado de corporaciones del agronegocio como Cargill, Conagra, Monsanto, etcétera. En México habría que agregar a grupos como Maseca, Viz, Bimbo, Lala, y los grandes productores de las regiones de agricultura y ganadería más desarrolladas del país, como el noroeste, el Bajío y las principales zonas de riego. Aunque tienen algunas contradicciones entre ellos, son actores que se funden en torno al proyecto de un campo altamente productivo de valores capitalistas, muy avanzado tecnológicamente, con gran capacidad exportadora y poca mano de obra. Este gran sujeto trasnacional rural ha amasado un inmenso poder económico, pero no sólo eso: poco a poco se ha ido ganando para sí a los Estados nacionales, con lo que incide poderosamente en las políticas de éstos, y ha llegado a controlar organismos multilaterales como la Organización Mundial del Comercio (OMC). Al mismo tiempo, cuentan con una muy avanzada base de investigación y desarrollo tecnológicos y pueden difundir no sólo sus productos, sino también su proyecto e ideología porque tienen acceso a los mejores espacios de los medios de comunicación influyentes. Su dominancia ha llegado hasta la cocina, literalmente, es decir, han logrado penetrar los gustos e incidir en la manera de comer de las personas: el fast food, las franquicias como Mac Donalds, los snacks, la comida lista para preparar de los supermercados, son instrumentos que reproducen el poder de estos actores, a la vez que les ganan clientes y aliados. Al lado de éstos, al menos en México, hay actores en retirada. En un momento pensaron que podían integrarse al grupo anterior, aspiraron a sus métodos e imitaron su nivel de vida. Son los que pueden denominarse la clase media rural: pequeños y medianos productores, pequeños propietarios, ejidatarios alguna vez prósperos de las zonas de riego. Disfrutaron de un buen nivel de vida en el contexto de una economía semicerrada, de mercados protegidos y de subsidios gubernamentales. Pero desde que empezaron a imponerse las políticas neoliberales de ajuste en la agricultura mexicana, comenzaron a ser desplazados: les han pegado duro la apertura comercial; el encarecimiento de los insumos, sobre todo de los energéticos y de los agroquímicos; la disminución de los subsidios oficiales, y la carestía de créditos bancarios. Muchos de ellos se han integrado a organizaciones como El Barzón y otras similares para defender lo que les queda de patrimonio y lograr una cierta viabilidad económica. Otros siguieron el consejo de Serra Puche y “cambiaron de giro”, sólo para fracasar con otros cultivos o actividades económicas. Y unos más, finalmente, se acercan a los movimientos campesinos y buscan hermanar sus causas. Su debilidad es el gran obstáculo para su porvenir. Vienen luego los diferentes estratos campesinos e indígenas. En cierto sentido son más débiles que las capas medias rurales en retirada, pues disponen de menos recursos económicos, pero también son más fuertes porque tienen muchas más fórmulas de sobrevivencia y resistencia. No obstante, hay que distinguir aquí varios tipos de actores: En primer lugar está la gran masa de familias campesinas e indígenas refugiadas en las estrategias familiares o cuando más, comunitarias –en el caso de los últimos, de sobrevivencia fundamentalmente–: combinan el trabajo agrícola con el que realizan fuera de la explotación rural, sobre todo como jornaleros agrícolas en las regiones de agricultura comercial o como peones en las ciudades; reciben ingresos de sus familiares migrantes; se mantienen en la actividad agropecuaria en buena parte gracias a que ellos mismos la financian. Están luego los campesinos e indígenas que se han organizado a escala local para producir o comercializar sus productos y resisten a partir de sus agrupamientos principalmente económicos. Vienen enseguida las agrupaciones regionales y nacionales campesinas e indígenas, que pueden tener el carácter de organizaciones de base económica, como la Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC), o la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC), u organizaciones multifuncionales, ya sea regionales como el Frente Democrático Campesino de Chihuahua (FDCCh), ya sea nacionales como la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), la Asamblea Nacional de Asociaciones Agrícolas y Pesqueras, (ANAP) o la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC). Estas organizaciones son principalmente socio-políticas, en cuanto basan su fuerza en el agrupamiento de bases campesinas e indígenas y en la capacidad de movilización de las mismas, para ir generando correlaciones favorables que les permitan arrancar al Estado distintas reivindicaciones: económicas, políticas, culturales, etcétera. Indudablemente en estas organizaciones, más cuando se aglutinan en movimientos como El Campo no Aguanta Más o la campaña Sin Maíz no hay País, los distintos actores regionales y o nacionales se van convirtiendo en verdaderos sujetos de un proyecto campesino, con capacidad de cuajar alianzas nacionales e internacionales.
Existe otro sujeto muy importante en el campo mexicano: las comunidades zapatistas de Chiapas. Se trata de un verdadero sujeto colectivo con un proyecto propio de futuro, con una forma de organización y acciones a todos los niveles para llevarlo a cabo en las juntas de buen gobierno o en los caracoles. Su proyecto es muy claro; se articula nacional e internacionalmente; tiene una gran capacidad de difusión, y conjuga la fidelidad a sus raíces históricas con la apertura selectiva a la modernización. Por supuesto que existe una gran masa campesina e indígena excluida, arrojada del proyecto dominante, que no participa como actor colectivo en las formas antes señaladas y que oscila entre la extrema pobreza, la participación pasiva en organizaciones clientelistas, las orientaciones lumpen hacia la delincuencia –organizada o desorganizada– o la mera sobrevivencia al mínimo. Estos son los actores que hay en el campo mexicano actualmente. De su capacidad de convertirse en sujetos y de llevar adelante su proyecto depende el futuro de nuestro agro. En este sentido podemos prever varios escenarios: Tres escenarios para el futuro del campo mexicano.
El campo próspero, y homogéneo de los negocios es sólo wishful thinking, como dicen los estadounidenses. En México, por más que sueñen los neoliberales, este escenario del campo es muy poco viable: todavía tenemos alrededor de 20 por ciento de la población económicamente activa en el sector primario, y si la industria y los servicios no han sido capaces, ni en sus mejores momentos, de absorber toda la población expulsada del campo, ahora menos, en el contexto de la fiera competencia global por las inversiones y los mercados. Dejar el campo abierto sólo para las grandes corporaciones y producir políticas públicas que las privilegien más todavía no es construir el campo idílico de los buenos negocios; en un contexto económico y social como el de nuestro mundo rural, es lanzar a una cuarta parte de la población nacional al mundo de la anomia y de la violencia. Habría que ver que en todos lados donde las corporaciones agroalimentarias han impuesto su ley –Argentina el más reciente ejemplo, pero también el medio oeste de la Unión Americana – no solamente se extinguen los campesinos pobres, sino también los otrora admirados farmers. Aunque el campo diverso, justo y sustentable es ya mucho más que un sueño, aunque a diversos niveles se está llevando a cabo como experiencia cotidiana –ya hablamos de las comunidades zapatistas y habría que agregar los asentamientos de la Reforma Agraria del Movimiento de los Sin Tierra (MST) en Brasil–, para convertirlo en el futuro realmente existente del campo mexicano son necesarias muy diversas y difíciles condiciones y tareas: en primer lugar, se impone quebrar la dominancia de la fase agroalimentaria global. Para esto se requiere que las organizaciones campesinas nacionales e internacionales logren que los gobiernos, sobre todo de los países en desarrollo, como los del Grupo de los 20, cambien su actitud y presenten una misma posición en el seno de organismos como la OMC. Deben superar las fisuras que hacen, por ejemplo, que Brasil aparezca como un esquirol a los intereses del campesinado mundial, privilegiando a sus compañías agroexportadoras. El rumbo de las negociaciones internacionales debe orientarse a sacar de la agricultura el libre comercio, es decir, a no incluir el sector agrícola y de alimentos básicos en los tratados comerciales ni en los acuerdos internacionales. Concentrar los esfuerzos en que los países desarrollados bajen o eliminen los subsidios a la agricultura y abran sus fronteras es un craso error; lo que debe fortalecerse es el derecho de cada pueblo a trazar sus políticas agrícolas con autonomía y a construir su soberanía alimentaria con los instrumentos de fomento y de protección aduanera necesarios. Por eso insistimos en que debe salir el libre comercio de la agricultura. Pero el cambio de postura a nivel interno y externo de los gobiernos sólo se logra con un cambio de correlación de fuerzas al interior de cada país, donde las agriculturas campesinas e indígenas y sus aliados tengan más peso e incidencia sociales y políticas. Esto implica que los individuos, las familias, las comunidades y las organizaciones de los campesinos e indígenas desarrollen su capacidad de acción, de demanda, de propuesta, de influencia en la opinión pública. Todo esto va mucho más allá de la simple alternancia, pues no se trata de cambiar de portabanderas o de partido que se abroga la representación campesina. Se trata de un profundo cambio en la cultura política no sólo de los habitantes y trabajadores del campo, sino también de quienes se dicen apoyarlos. Comienza por una toma de conciencia de los derechos civiles, económicos, sociales, culturales y ambientales de los hombres y de las mujeres del medio rural, con el desarrollo de la consiguiente actitud para exigir y ejercer dichos derechos. Prosigue por un continuo ejercicio de la democracia directa y de las formas participativas de discusión, con deliberación de lo público y toma de decisiones en los diversos aspectos de la vida a escala comunitaria y regional, y presencia activa en los espacios de generación de políticas públicas. Entraña una relación mucho más crítica, exigente de cuentas y simétrica de los campesinos e indígenas con quienes ejercen la representación política, llámense funcionarios, legisladores o partidos políticos. Requiere una mucho mayor participación de los hombres y las mujeres del campo en la vida cultural e intelectual de la nación, no sólo como consumidores-receptores de significados, sino también como productores y transmisores de los suyos propios. En resumidas cuentas, el que en el futuro del campo mexicano estén la diversidad, la justicia y la sustentabilidad depende de que los hombres y las mujeres del campo dejen de ser ciudadanos por intermediación, simple base de maniobra de partidos de derecha o de izquierda. De que desarrollen una ciudadanía integral con pleno acceso a sus derechos de todo tipo y construyan ellos mismos innovaciones que les permitan ejercer la democracia directa, a la vez que diseñen nuevas formas de intermediación para ser representados y exigir cuentas a quienes los representan. Todo esto, enraizados plenamente en su relación con la tierra, con la naturaleza, con su historia y con su comunidad, fuentes inagotables de su cultura, de su identidad y de su vida. Sólo así se podrá construir desde abajo el único futuro no de pesadilla, sino de sueño para el campo mexicano. |