Editorial
Criminalización de la protesta
Las severas afectaciones al tránsito vehicular capitalino causadas por las movilizaciones de protesta de grupos magisteriales de varias regiones del país han dado pie a una andanada de condenas y denuestos, formulados en especial en los medios electrónicos, que buscan azuzar a la opinión pública contra los educadores disidentes.
Se soslaya, así, que las movilizaciones magisteriales no se originan en la voluntad de maestros alborotadores, sino en el callejón sin salida al que han conducido al sistema de la enseñanza pública del país las alianzas entre el actual gobierno federal y la cúpula sindical corporativa que controla al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE).
Ciertamente, en la circunstancia actual, con un país que se encuentra en los últimos lugares de calidad de la enseñanza en las tablas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), es por demás necesario empezar a reconstruir la educación pública, devastada por décadas de contención presupuestal, de corrupción –en la que lo mismo participan funcionarios que líderes sindicales– y, en términos generales, por un modelo político-económico que percibe la responsabilidad educativa del Estado como obstáculo a los designios privatizadores en curso y como un ámbito más a privatizar.
Es meridianamente claro que para emprender esta tarea es indispensable erradicar el corporativismo y el patrimonialismo que mantienen el dominio del SNTE desde el sexenio salinista, así como priorizar la educación pública en los presupuestos oficiales; sin embargo, el gobierno calderonista tiene compromisos políticos que le hacen imposible actuar en estos sentidos: por una parte, no puede romper con un liderazgo sindical al que debe, en buena medida, la Presidencia; por la otra, reorientar el gasto público a las prioridades educativas y de salud le significaría confrontarse con la oligarquía mediático-empresarial, que fue el principal sostén financiero y propagandístico de la candidatura presidencial panista en las elecciones de 2006 y que constituye actualmente, y a pesar de todo, el más importante respaldo con que cuenta el gobierno surgido de aquel proceso comicial impugnado.
En tales circunstancias, la llamada Alianza por la Calidad de la Educación, recientemente firmada por Elba Esther Gordillo y el régimen calderonista, lejos de ofrecer soluciones a los graves problemas de la enseñanza pública, tiende a agravarlos, en la medida en que aumenta el margen de manejo discrecional y patrimonialista de recursos por parte de la dirigencia sindical oficial, a la cual le incrementa, además, el control corporativo sobre los agremiados y le multiplica las oportunidades de negocio. En forma inversa, el acuerdo agrava la incertidumbre laboral de miles de profesores y ahonda su indefensión ante una cúpula sindical que cuenta con un añejo historial de represión hacia las expresiones de disidencia.
La presentación informativa de las protestas magisteriales requiere, si ha de ser mínimamente balanceada, la inclusión de los factores aquí señalados. Sin embargo, se ha optado por hacer aparecer a los mentores que protestan como vándalos, transgresores del orden público y casi delincuentes, y se ha guardado silencio sobre la gravedad de los impactos negativos de la alianza entre el grupo de Gordillo y el gobierno federal, y que no afectan únicamente a los mentores sino que sientan un precedente nefasto en la vida sindical, laboral y política del país en su conjunto.
Finalmente, resulta lamentable y peligroso que se pretenda inducir a la opinión pública a una identificación de la protesta social con la criminalidad. A fin de cuentas, y a pesar de los trastornos causados, los educadores disidentes hacen uso de un derecho consagrado en la Constitución, el último recurso legal y pacífico que les queda, pero las campañas en su contra hacen pensar que el grupo político, empresarial y mediático en el poder pretende, con su campaña de satanización, empujarlos para que actúen fuera de los marcos institucionales.