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Nicaragua Mujeres al Mando
“En la cooperativa somos 28 mujeres y ningún varón”, dice socarrona María de los Ángeles Mejía. Y remacha: “Algunas cooperativas no dejan entrar hombres, porque en cuando entran, rapidito quieren controlar el poder”. Armando Bartra Central de Cooperativas Manos Unidas. En las comunidades de Chacraseca y Lechecuagos, al pie del volcán Cerro Negro y vecinas de la ciudad de León, al occidente del país, operan 28 cooperativas de ahorro, crédito y comercialización, formadas por alrededor de 800 familias, que disponen de una planta agroindustrial y de servicios y están integradas en un centro regional que a su vez forma parte de la federación de cooperativas de carácter nacional; cuentan también con un centro comercial campesino en Managua, mediante el cual adquieren insumos y venden productos procesados. Seis de cada diez cooperativistas son mujeres.
El esfuerzo organizativo empezó hace pocos años, cuando aún no sanaban las heridas causadas por el huracán Mitch. Y en tiempo de desafanados gobiernos neoliberales, es natural que el proyecto corriera por cuenta de los propios campesinos, asesorados por la asociación civil CIPRES y con apoyo de la cooperación internacional. Apoyadas por una donación de bienes productivos consistente en animales, plántulas, materiales de construcción y un biodigestor –paquete que a partir de septiembre de 2003 fueron recibiendo las primeras familias participantes–, en cinco años se duplicó el número de cooperativas. Hoy cosechan y comercializan alimentos básicos (maíz, sorgo, trigo, frijol y yuca), además de cultivar huertos de frutas y verduras; pero también producen ajonjolí y cacahuate de exportación; manejan alrededor de 16 mil cabezas de ganado (bovinos, porcinos y aves); la planta agroindustrial fabrica alimentos balanceados, reproduce cerditos y pollos para cría, procesa leche para obtener crema y quesos, opera un rastro de aves y brinda servicios de asistencia técnica y capacitación. Además del autoconsumo de los socios y sus comunidades, las cooperativas abastecen de alimentos a la ciudad de León, entre otros mecanismos mediante un sistema de agricultura por contrato con sindicatos y gremios. Actualmente aportan la mitad de la leche que se consume en la ciudad y una cantidad importante del resto de los básicos. Las comunas de León. Para los nicaragüenses, León y su entorno son emblemáticos, pues en 1979, después de un cerco a la Guardia Nacional que dura más de un mes, los guerrilleros y ciudadanos insurrectos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) transforman la ciudad en capital de la Nicaragua liberada. Durante las semanas que transcurren entre la ocupación de León, la caída de Somoza, la llegada de los sandinistas al poder y el restablecimiento de un orden centralizado en Managua, los leoneses en rebeldía toman en sus manos las actividades vitales (panaderías, gasolineras, farmacias, hospitales, entre otros), ocupan tierras de las fincas circunvecinas abandonadas por los oligarcas y por un tiempo organizan la vida toda a través de unas 80 comunas autogestionarias. Después llegará el nuevo gobierno a refrenar “excesos” y reordenar las cosas, pero a los efímeros comuneros la experiencia nadie se las quita. No es casual, entonces, que tras la derrota electoral del FSLN en 1990, la reorganización desde debajo de la sociedad nicaragüense tenga en León un escenario privilegiado. Así, para Orlando Núñez, uno de los protagonistas de la batalla de León y fundador del CIPRES, el actual cooperativismo leonés es heredero y continuador del fugaz comunalismo de hace casi 30 años. Programa Hambre Cero. En enero de 2007 el FSLN regresa al gobierno por vía electoral. Pero el presidente Daniel Ortega se encuentra con un país devastado, pues los gobiernos neoliberales depredaron los recursos naturales, privatizaron salud y educación, descobijaron a los campesinos, abrieron fronteras a la importación de alimentos y provocaron el éxodo de más de un millón de personas. En 2006 Nicaragua importó 350 millones de dólares en comida (arroz, maíz, carne, huevos, leche, verduras, frutas...), siendo que se trata de un país básicamente agropecuario, donde la mayor parte de la población es campesina y con un temporal que en condiciones normales permite obtener dos y hasta tres cosechas anuales. El gobierno diseñó, entonces, el Programa Hambre Cero, destinado a reactivar la economía, reducir productivamente la pobreza, remontar la dependencia alimentaria y fortalecer el poder ciudadano mediante la organización. “Con este programa –se lee en un documento explicativo– estamos combatiendo la injusticia social (...) que se expresa en un conjunto de relaciones de desigualdad: división entre el hombre y la mujer, entre la ciudad y el campo, entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, entre poseedores y desposeídos, entre diferentes etnias (...)” Y más adelante propone un nuevo y revolucionario paradigma: “Conceder al campo la misma prioridad que hoy concedemos a la ciudad, conceder a la economía popular la misma importancia que hoy concedemos a la gran economía empresarial, conceder a las mujeres la misma importancia que hoy concedemos a los varones, conceder a la naturaleza la misma importancia que hoy concedemos al crecimiento, conceder a la productividad más importancia que al crecimiento de áreas, conceder a la educación técnica la misma importancia que hoy concedemos a profesiones liberales como la abogacía (...)” La palanca de Hambre Cero es el campesinado, que constituye la gran mayoría de los 224 mil pequeños y medianos productores agropecuarios del país, un sector que controla 70 por ciento de las tierras, representa 85 por ciento de la población económicamente activa agropecuaria, produce 80 por ciento de los granos básicos y 65 por ciento de todos los alimentos, posee 65 por ciento de la ganadería vacuna y entre 80 y 90 por ciento de la porcina y aviar y cosecha la mayor parte de los productos de exportación como ajonjolí y café. Pero también, y paradójicamente, un sector con el que se ensaña la pobreza. El instrumento es un Bono Productivo Alimentario, consistente en animales, semillas, plántulas de árboles frutales y maderables, alimentos balanceados, material de construcción, biodigestor para producir gas con el estiércol, entre otros bienes productivos; así como entrenamiento y capacitación. El paquete, considerando gastos de ejecución, tiene un costo de mil 500 dólares y se planea que en los próximos cinco años llegue a 75 mil familias pobres, lo que representaría un costo de 30 millones anuales, 150 millones en total. Nada comparado con los cien millones que se pagan todos los años a los banqueros por el servicio de la deuda interna o con los 300 millones que Nicaragua recibe anualmente como donaciones. Pero lo más importante es que el programa no es fruto de escritorio, se basa en la experiencia cooperativista de León, un modelo hecho a mano en más de cinco años y a contracorriente de las políticas públicas, que hoy se busca replicar y escalar con el respaldo del nuevo gobierno sandinista. Y, como el de León, es un proyecto basado en la mujer, que es quien recibe los bienes pues “es mayor administradora, más responsable, asume la manutención de la familia y tiene mayor cultura doméstica y alimentaria”, sostiene el documento antes citado. “Lo que pasa es que los hombres ya se fueron a Costa Rica”, comenta en corto una nicaragüense que, como yo, escucha la explicación. Tiene razón, la migración laboral al vecino país es creciente y despobladora, y éste es un desafío mayor que las mujeres y el programa tienen que asumir. Hambre Cero no fuerza la organización de los productores. No la impone, pero sí la induce, pues si bien los beneficiarios son familias, la recuperación de parte del capital para la creación de un fondo revolvente, propicia la formación de cooperativas que concentren los recursos, faciliten la comercialización conjunta y más tarde permitan operar equipos agroindustriales mayores. El programa puede darle seguridad y soberanía alimentarias no sólo a Nicaragua sino a otros países de Centroamérica severamente deficitarios en básicos. Pero además, debe ser una escuela de poder popular: “La mayor cruzada de concienciación, organización, participación, cooperativización, movilización, educación cívica y gestión ciudadana en nuestro país”, reza el documento. Una cruzada capitaneada por las mujeres. Hambre Cero enfrenta, y enfrentará, enormes dificultades, que no escapan a sus animadores. Una de ellas, la tentación de convertirlo en un programa clientelar. “¿Cómo van a hacer con aquellos alcaldes, sandinistas o liberales, que sólo escogen a sus correligionarios?”, pregunta un desconfiado. ”Los alcaldes deben participar, pero en ultima instancia es el consejo comunitario el que selecciona a las familias”, es la respuesta. El FSLN ha recibido muchas críticas, con frecuencia justas, y Ortega es un presidente polémico. Pero en Nicaragua por vez primera en casi dos décadas, la gente del común cree mirar la luz al final del túnel. Porque, como dijo el cooperativista Julio Zamora: “Para hacer lo que estamos haciendo necesitábamos haber agarrado de nuevo el gobierno después de 16 años”. Pero no se trata sólo de “agarrar el gobierno”, pues, como el mismo Julio redondeó: “El cambio no es cambiar un presidente, el verdadero cambio es la producción en manos de los productores y en manos de las cooperativas”. Guatemala ORGANIZADAS PARA RESISTIR
Lorena Paz Paredes Que los jóvenes sepan del monstruo que viene Fabiana Gómez Delfina Tut, partera y líder en salud de la Asociación Madre Tierra, de la Costa Sur de Guatemala, vive sola con cinco hijos porque tuvo el valor de separarse de un marido golpeador. Cultiva una parcelita que todavía está pagando al Fondo de Tierra de la asociación, que también le dio un becerro. Además, trabaja en las empacadoras de plátano. Pero Delfina es muy pobre: “A veces me siento a llorar en mi trabajadero por no poder dar mejor vida a mis hijos”, se lamenta. Ahora Delfina vive de nuevo en Guatemala, pero en los años 80s, ella, como cientos de miles de guatemaltecos, vivió el infierno de la persecución que el ejército emprendió contra la guerrilla y de paso contra la población civil, arrasando comunidades y obligándolas a refugiarse en México. Así, Delfina y la gente de su comunidad salieron una noche del pueblo para esconderse en la montaña. Más tarde cruzaron la frontera. Una sola lengua. Como andaban huidos y a salto de mata, en el éxodo se revolvieron las etnias. Además, la gente dejó atrás, o escondió, los trajes típicos y dejó de hablar su idioma porque, para proteger a sus hijos, durante el exilio los padres se comunicaban solamente en castilla. Por eso los niños crecieron sin la tradición y ahora, cuando algunos están de vuelta en Guatemala, resulta que casi todos olvidaron su lengua natal. Fabiana Gómez Jiménez, de la región de Ixcan, vicepresidenta de la Junta directiva nacional de la organización Mama Maquín, cuenta que desde que llegó al refugio en México guardó su huipil y su amarre, y no se lo volvió a poner sino 15 años después, cuando regresó a Guatemala. “Teníamos miedo de que nos deportaran.” “Entre 1980 y 1984 salimos la mayoría –se narra en el libro de la Alianza de Mujeres Rurales por la Vida , Tierra y Dignidad, Nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, Editorial Magna Terra, Guatemala 2007–; llegábamos de Huehuetenango, Quiché, Petén y Alta Verapaz (...) Éramos q'anjob'ales, mames, chujes, akatekas, q'eqchi's, entre otros y pocos hablaban la castilla. Dicen que llegamos a ser entre 150 mil y 200 mil personas las que cruzamos la frontera (...) En el camino, en los ríos, se murieron muchos niños (...) Para quienes vivíamos en la frontera, ya conocíamos más de alguna persona. Ir a México en cuadrilla para el corte de café era parte de la vida; por eso fuimos bastantes quienes encontramos mucha solidaridad (...) Al principio nos daban posada las familias mexicanas. Luego la diócesis de San Cristóbal nos ayudó a construir los campamentos”. En 1982 se crea la Comisión Mexicana para Refugiados (Comar) y un año después llega a Chiapas el Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR). “Ellos nos auxiliaron, nos dieron ayuda humanitaria –se narra en el libro–. Fue la etapa más difícil, sólo en el campamento de Puerto Rico morían casi dos personas por día.” Y es que la vida en el exilio no era vida, pues entre 1984 y 1985, el ejército masacró los campamentos de Chajul, Chupadero y Puerto Rico en territorio mexicano, y por esta amenaza la Comar sacó por la fuerza a Campeche y Quintana Roo, a 18 mil personas de Chiapas. A esto se le llamó ”el otro exilio”. Sin embargo, “la mayoría nos quedamos en Chiapas –asegura Fabiana– pues se rumoraba que en vez de llevarnos a Campeche, el gobierno mexicano iba a entregarnos al ejército guatemalteco”. Organizadas para producir. Al principio vivir en los campamentos de refugio fue muy triste: los niños estaban desnutridos y los viejos no duraban, se iban muriendo. Pero “poco a poco –dice Delfina– fuimos descubriendo que el refugio era una oportunidad para organizarnos nosotras las mujeres (...) Empezamos haciendo yogur para los niños y personas mayores y bordando y tejiendo productos que el obispo Samuel Ruiz nos ayudó a vender en San Cristóbal”. “En el refugio –agregan testimonios del libro– empezamos un espacio de libertad, con la alfabetización, los talleres de alimentación, los proyectos de hamacas, de artesanías.” A cinco años de iniciado el exilio ya habían nacido en Chiapas tres organizaciones femeninas: la asociación de mujeres guatemaltecas Mama Maquin, formada, entre otras, por campesinas de Huehuetenango y Alta Verapaz; la Ixmucané, de la región Petén, y la Madre Tierra de la Costa Sur. Ya en Guatemala estas tres agrupaciones integraron la Alianza de Mujeres Rurales por la Vida, Tierra y Dignidad. Salidas de su país entre 1980 y 1982, los primeros retornos de estas mujeres fueron en 1993 y los últimos en 1997. Y la experiencia de la repatriación fue excepcional, pues los refugiados participaron activamente en la definición de los términos del regreso. Así, en los Acuerdos del 8 de octubre de 1992, firmados por el gobierno de Guatemala y las Comisiones Permanentes de Refugiados Guatemaltecos (CPRG), se incluían condiciones para un retorno voluntario, que garantizaran “el derecho a la tierra, la vida e integridad personal y comunitaria”. El caos. Pero al regreso, las comunidades originarias habían desaparecido y las tierras que dejaron ya no eran suyas. “Llegamos todos revueltos y nos establecimos como pudimos”, recuerdan. En un encuentro convocado por Madre Tierra de desarraigadas, retornadas y desplazadas internas de Quiché, Huehuetenango, San Marcos, Quetzaltenango y la Costa Sur , se integró una comisión negociadora de tierras para las mujeres y para la equidad de los géneros, con el propósito de luchar por la igualdad, la valoración del trabajo doméstico, el acceso de las mujeres a la copropiedad de la tierra y el derecho a ser socias de las cooperativas, con la posibilidad de elegir y ser de electas a cargos de dirección. En el curso de la lucha, las tres asociaciones se fueron dando cuenta de que, en realidad, tampoco tenían libertad de organización ni derechos civiles, que no eran tomadas en cuenta por las instituciones de gobierno y que no se les reconocía el valor de su trabajo como mujeres. Entonces, en 2003 nació la Alianza , que además de impulsar reivindicaciones agrarias tiene una escuela regional de formación política integral para mujeres rurales, donde se les enseña a defender sus derechos. Además se imparten talleres de género, participación social, organización, salud reproductiva, salud mental e interculturalidad. Madre Tierra, con 390 socias, tiene también proyectos productivos; cada mujer trabaja una manzana de terreno prestada por su hombre para criar novillos y comercializan colectivamente carne de pollo y huevo. En Mama Maquín, que agrupa a mil 500 socias, las mujeres pueden ser copropietarias de la tierra con su pareja o propietarias plenas si son separadas o solteras con hijos; en sus parcelas cultivan maíz, frijol, yuca, plátano, plantas, frutas y frijol. Pero aun estando organizadas, para las mujeres es difícil trabajar porque hay mucha discriminación y machismo. Por eso llama la atención que en Madre Tierra participan 120 socios y se ayudan entre mujeres y hombres. El maíz, prioritario. Todas están preocupadas por la alimentación y comparten la idea de que es muy importante educar en la siembra de maíz, “que es lo más principal”. Pero cada región tiene sus problemas específicos. Por ejemplo en Xalala, en la Costa Sur , donde empresarios y gobierno proyectan una hidroeléctrica y amenazan con inundar las tierras, ya se organiza la resistencia. En Ixmucané hay diez comunidades del Petén con 566 mujeres trabajando en pequeños proyectos ganaderos, de piscicultura, panaderías, para hacer mantequilla de maní, y cardamomo. Aunque cada agrupación es autónoma y con identidad propia, la Alianza tiene una estructura unitaria: juntas locales o por comunidad, juntas regionales y la junta nacional, con sede. Esta junta tiene una oficina en la ciudad de Guatemala y ahí laboran las delegadas cuando les toca cargo, y durante los dos años que dura tienen que abandonar casa y parcela. Pero “se hace el esfuerzo, porque de otro modo no hay organización, y sin organización la gente no puede defenderse y los ricos se aprovechan –dice Fabiana–. Así pasó con la compañía minera que con engaños hizo firmar a la gente y luego les quitó sus tierras (…) Por eso estamos organizadas, para darle a las compañeras una preparación sobre lo que dice el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), para defender la tierra, para recuperar la costumbre, para rescatar las semillas nativas”. Aunque a veces se cansan de tanto trabajo, piensan en las nuevas generaciones y no dejan la organización. Porque de otro modo “los jóvenes no van a poder jalar la carreta ellos solos y los terratenientes, los empresarios, terminarán adueñándose de la tierra”. Y es que “los muchachos no tienen oportunidad de estudio, de preparación –dice María Raquel Vásquez, de Madre Tierra–. Entonces, queremos que se preparen, aquí, en nuestro centro de formación profesional e integral, donde se capacita la juventud en técnicas agrícolas, computación y donde hay seminarios sobre el problema de la migración”. “Nuestro sueño –insiste Fabiana– es educarlos bien; que los jóvenes sepan del monstruo que viene.” Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural “Maya” A.C.
Guatemala Cambiamos las Armas por la Tierra Juan C. Pirir, Martín Jiménez y Quimy de León La Cooperativa Integral Agrícola Nuevo Horizonte, ubicada en el departamento de Petén, en el kilómetro 443 del municipio de Santa Ana, es una experiencia que vale la pena rescatar. Es esfuerzo y lucha de hombres, mujeres, niños y niñas por construir un modelo alternativo. La nuestra es una comunidad de ex combatientes de la guerrilla, que nos reincorporamos a la legalidad luego de la firma de los acuerdos de paz en 1996, que dieron fin a 36 años de guerra. El proceso estuvo plagado de dificultades: tuvimos que pasar un período prolongado en un albergue, mientras otras instancias negociaban por nosotros una finca, la cual no satisfizo nuestras necesidades, pero eso sí, nos dejó una deuda millonaria imposible de pagar. El 28 de febrero de 1998 llegó el último grupo a la finca, en la cual hoy estamos construyendo un Nuevo Horizonte. Fue cuando nos propusimos crear una cooperativa, una estructura legal que nos permitiera hacer gestión y garantizar la sobrevivencia de nuestras familias. Conseguimos apoyo para la reincorporación, techo mínimo, semillas y algunas cabezas de ganado. Así, sin capital, iniciamos un proceso de producción. Los primeros créditos los obtuvimos con bancos privados y organizaciones de apoyo cooperativo, pero pronto renunciamos a ellos pues sólo incrementaban el capital de los prestamistas. Desde entonces buscamos establecer relaciones de solidaridad y cooperación y no de explotación. Con visión de largo plazo y con un pequeño capital resultado de la producción y del trabajo comunitario, apoyamos iniciativas tanto productivas, como de salud, educación y recreación, al tiempo que fortalecemos la solidaridad y la organización. Nuestro principio es que “somos copropietarios, no dividiremos la tierra”, de modo que hombres y mujeres podemos impulsar proyectos forestales, ganaderos, piscícolas, apícolas, de gallinas ponedoras, tiendas comunales, turismo solidario y diversificación en pequeña escala, con especies tales como piña, papaya y sandía. Todo esto mediante un sistema de riego y el empleo de abono orgánico. Las iniciativas se apoyan en producción colectiva y se organizan por medio de grupos de interés semi individual (de dos a siete personas por afinidad o por capacidades) y con producción individual para el autoconsumo. Otra actividad de la cooperativa es la comercialización de fruta, miel, ganado y huevos hacia mercados locales. Contamos con dos centros de acopio y un camión, aunque hace falta capital. También impulsamos la investigación comunitaria para el mejoramiento genético del hato ganadero y contamos con un banco de semillas criollas. Los retos son lograr suficientes ingresos para generar fuentes de empleo y poder vivir con dignidad sobre nuestras tierras, así como contar con certeza jurídica. Nuestra pretensión es avanzar hacia un nuevo modelo autónomo y sostenible desde lo organizativo, la gestión, la comercialización, los servicios básicos y la recuperación de las economías locales. El compromiso con la organización es el motor que nos impulsa para que prevalezcan los intereses colectivos sobre los individuales, que es lo que nos da el sentido de comunidad. Vocal de la junta directiva, gerente y colaboradora de la Cooperativa Integral Agrícola Nuevo Horizonte
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