Conclusiones de Toronto 2008
Ampliar la imagen Danny Boyle habla durante la conferencia de prensa de su cinta Slumdog Millionaire Foto: Reuters
Toronto. Al finalizar la más reciente edición del que es, tal vez, el festival de cine mejor organizado del mundo, los asistentes coincidíamos en que la cosecha no fue tan satisfactoria como la del año pasado. 2008 no ha sido un año milagroso de estrenos pues, tan sólo hablando del cine hollywoodense, hasta ahora no ha habido el equivalente de Michael Clayton, Petróleo sangriento, Sin lugar para los débiles, Sweeney Todd, Zodíaco, o siquiera Juno. El retraso adjudicado a la huelga de guionistas podría significar que el estreno de películas sobresalientes se va a apilar hacia fines de año. Aún así, lo reciente de los hermanos Coen, Burn After Reading, y Spike Lee, Miracle at St. Anna, no cumplió las expectativas.
Más gratificante, en todo caso, fue asomarse a producciones de otros países que no siempre alcanzan difusión mundial. Por ejemplo, la palestina Eid milad Laila (El cumpleaños de Laila), del muy activo director Rashid Masharawi, oriundo de la Franja de Gaza. Mediante una narrativa muy simple, una especie de road movie urbano, se describe un día difícil en las actividades de un juez convertido en taxista, atribulado por una variedad de malestares cotidianos para los habitantes de ese territorio ocupado. Aunque de una técnica poco sofisticada, la cinta de Masharawi se mueve hábilmente entre el drama y la comedia, dejando sitio para un inusitado final feliz.
Más insólito fue encontrar una aportación de Bulgaria, país del otrora bloque socialista que no se ha distinguido por su producción cinematográfica. Zift es el promisorio debut de Javor Gardev cuyo título, según se explica en los créditos, tiene tres acepciones: una forma de chicle, también de chapopote o simplemente mierda. Las tres encuentran sentido en la infortunada existencia de un ex convicto, que es secuestrado, envenenado con iridio y, en general, victimado por una sociedad totalitaria (la acción se sitúa en la Sofía de los años 60). Zift es un llamativo ejemplo de neo-noir europeo, filmado con una resplandeciente fotografía en blanco y negro, y fiel a las reglas genéricas. Gardev emplea el barroquismo formal para hacer más confusas las vueltas de tuerca de su embrollada trama en la cual, claro, una femme fatale acabará traicionando al héroe.
En realidad, el festival de Toronto da para todas las aficiones. Uno podría dedicarse por completo a cierta región, tendencia o género, sin tener tiempo para otras secciones. Por ejemplo, el cine iberoamericano fue representado por un total de 18 títulos, de los cuales hubo dominio de la presencia argentina. Como se señaló en un principio, México participó con dos títulos, Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, de Yulene Olaizola, y Voy a explotar, de Gerardo Naranjo, que generaron una reacción positiva. (Por cierto, fue sorprendente que no se hayan seleccionado además Desierto adentro, de Rodrigo Plá, y Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke, pues todavía no se han dado a conocer en Estados Unidos, y ya han sido elogiadas en festivales europeos).
Este año se echaron de menos también los documentales de rock, tan presentes en años anteriores. Los únicos representantes fueron It Might Get Loud (El volumen podría ser alto), de Mavis Guggenheim, una exaltación a la guitarra eléctrica en las personas de Jimmy Page, the Edge y Jack White; y Soul Power, documental sobre el festival de música afroamericana llevado a cabo en Kinshasa, en 1974.
Pero ni el más exhaustivo de los intereses lo moverían a uno a ver el documental Paris, not France, de Adria Petty, centrado en la lamentable figura de la heredera (parcial) de los Hilton. Si uno cambia de canal cada vez que aparece su vacuo rostro en la tv, no va a dedicar 85 preciados minutos para comprobar que es uno de los fenómenos más irritantes del actual culto a la celebridad prefabricada. El festival de Toronto debe poner algunos límites a su abrumador eclecticismo.