TOROS
Silverio ondulaba
¡Qué espléndida belleza había en el toreo de Silverio cuando desmayaba los brazos y vivía la muerte en cada lance con los ojos abiertos hacia adentro y los cinco sentidos despiertos! ¡Qué ritmo el del texcocano en esos pases vagos, suaves, débiles, lejanos hasta volverse imperceptibles, desaparecían y dejaban en el aficionado el drama de la vida muerte! ¡Cómo dejar de sentir ese trincherazo, desmayado, caída en el vacío que era aire, aire que era tiempo, tiempo que no acababa de irse, y se quedaba...! ¡Cómo se desdibujaba en el ruedo el toreo de Silverio, intenso y penetrante al flotar en el vacío y evocar recuerdos, rumor de redondos y recodo de pausas, en el remate de los pases, articulando lo incoherente y dándole a su quehacer la magia azteca heredada! Delicioso en su torear, Silverio fue la joya del toreo mexicano. Al verlo desplegar su capote, la vida se intensificaba y la belleza vestida de capotillo, nos embriagaba y escondía dolores, en la emoción gustada de instantes fugaces. ¡Esos que conformaban la vida! ¡La que se va, como se iban sus trincherazos! ¡Ese torear con el espíritu dilatado, fuera del tiempo y el “cabal” abierto a una mayor ponderación de goces entrevistos, los pálpitos de la piel acelerados y la sangre ardorosa, en la diabólica ensoñación de placeres desconocidos, deseos de morenas sedientas de amor y erotismo encantador! ¡Silverio se fue de esta vida en ese desmadejamiento convaleciente, lento como su torear al evocar –seguramente– las nieblas de esa noches en la enfermería de las plazas, la ropa torera sudorosa y fría, la carne deshilachada y los juegos vitales resecados! ¡El torero mexicano se quedó vacío, el torero yace solo, muy solo, desamparado, musitando una canturria dolorosa, lamento en agonía; madre. Con Silverio se fue el último referente de una época mexicana!