Contra el Estado
No podemos cerrar los ojos al hecho de que el ataque terrorista que sufrieron los asistentes a la fiesta del Grito de Independencia en Morelia el pasado lunes mucho más que un enfrentamiento entre bandas criminales, fue un ataque y un reto al Estado mexicano. Si acaso había alguna duda respecto al objetivo real de la ola de violencia que azota al país desde hace varios meses, estos trágicos acontecimientos la disipan del todo. El debilitamiento estatal no es un daño colateral de la disputa territorial entre narcotraficantes, sino que es el propósito, ahora explícito, del crimen organizado que en el desorden y la anarquía que de manera inevitable se instalan en ausencia de la autoridad pública, puede reinar soberano. Lo que hoy parece indudable es que la explicación que hasta ahora se nos ha dado, de que se trata de una disputa entre bandas rivales, resulta a todas luces insuficiente. La violencia que estamos viviendo no busca nada más desplazar a un competidor en el mercado de estupefacientes, sino que está convirtiéndose en una repetida demostración de poder por parte de grupos que llevan años actuando de manera impune, que ahora nos quieren imponer su ley, dando prueba de que ellos sí saben castigar.
Ahora sabemos que en la mira de los narcotraficantes también estamos las familias y los ciudadanos que nada tenemos que ver con sus actividades; pero nos han tomado como rehenes de su inescrupulosa guerra en contra del Estado. No se sabe si fue una burla o es de plano un acto de estupidez, que el autor del atentado en Morelia haya dicho poco antes de lanzar la granada: “Perdónenos, pero esto es necesario” (La Jornada, 17/09/08). ¿Necesario para qué o para quiénes? Sobra decir que la disculpa es inaceptable. Un crimen como éste es imperdonable, como lo es que sus autores se atrevan a sugerir que estaban obligados a ello por alguna oscura razón. Nadie está obligado a matar, salvo quizá en defensa propia.
Las intenciones de un acto terrorista como el que padecieron los morelianos pueden ser muchas: sembrar el miedo entre la población, paralizarla, envenenarla con sospechas y rumores, infundir la desconfianza en la autoridad pública que se muestra incapaz de detener la violencia, y así socavar su legitimidad. Por ejemplo, uno se pregunta por qué el predecesor del gobernador Godoy, Lázaro Cárdenas, no enfrentó una crisis similar; si acaso la violencia del 15 de septiembre fue una respuesta a un cambio en la estrategia anticriminal del gobierno perredista; si fue una venganza ante la efectividad de la guerra antinarco del presidente Calderón; o, al contrario, un canto de victoria para desmentir las pretensiones de avances de la estrategia gubernamental, así los narcotraficantes habrían querido dar muestra de su superioridad frente a la capacidad de las autoridades para prever sus acciones e incluso para enfrentarlos. En esas condiciones, parecen decirnos, tal vez será preferible acogernos a su protección. Es sabido que el crimen organizado cuenta con abundante armamento moderno y con recursos casi ilimitados, a diferencia de los cuerpos de seguridad del Estado, cuyos equipos son pobres o están envejecidos.
Uno de los legados más onerosos de nuestro pasado autoritario es la debilidad del estado de derecho. En ese régimen la aplicación de la ley era por completo arbitraria, estaba sujeta a la voluntad del poder, ya fuera éste el presidente de la República o el agente de tránsito que podía quitarnos la licencia o llevarnos al corralón. Lo cierto es que por esa misma razón muchos delitos quedaban impunes; esta laxitud aliviaba la violencia del autoritarismo y lo hacía soportable. Negociar la ley era una estrategia para lidiar con una autoridad impuesta, que admitía la manipulación de las reglas porque estaba tocada de ilegitimidad. No obstante, hoy en día para vivir realmente en democracia es preciso dejar atrás la impunidad. Más todavía, porque los acontecimientos recientes y casos como el de la banda de secuestradores que se denomina La Flor, derriban la idea de que el crimen es producto de la pobreza. Una hipótesis peligrosa que sugiere que todos los pobres son potencialmente criminales, pero que es muy fácil cuestionar. No hay más que ver el estilo de vida de los principales sospechosos del secuestro de Fernando Martí para confirmar que la impunidad pesa más que la indigencia en la determinación de conductas criminales.
Los narcotraficantes le han declarado la guerra también a la sociedad. Los actos terroristas del pasado 15 de septiembre pudieron inspirar una reacción inmediata de solidaridad; que, sin embargo, puede agotarse pronto; el temor que infunden, la vulnerabilidad que nos hacen sentir, tienen un impacto destructivo del tejido social, al igual que la atmósfera de inseguridad y las suspicacias que alimentan. No cabe duda que ésta es una situación de emergencia que solamente puede encarar el Estado, pero sólo será efectivo si cuenta con el apoyo de los más.