Imagen de Julio Cortázar
Ampliar la imagen Julio Cortázar, enormísimo cronopio, con Theodor W. Adorno, su gato
Habría que retomar la revelación que Cortázar le hizo a Aurora poco antes de morir: “No te preocupes más por mí. Voy a marcharme a mi ciudad”, y que se cumple y complementa con la que cita Omar Prego: “Es una ciudad en la cual yo nunca he estado en esta vida despierto”. La muerte, parece, no cabía en ese sitio privilegiado, que además fue la fuente de su literatura.
Toda la novela 62/modelo para armar transcurre en esas tierras fantasmales en las que el tiempo del sueño alcanza una validez verbal definitiva dentro de la obra cortazariana. Los sitios, las calles, los muebles de un cuarto, los árboles que se divisan desde una ventana (hay un árbol “enmascarado por la noche”) se encuentran en una zona franca de atracción de lo inconsciente, al modo en que el músico puede ir pautando una imagen sonora para fijarla. Tal vez porque son personajes de un sueño, es que surgieron del capítulo 62 de Rayuela: “Fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzan en procura de su derecho de ciudad. Una búsqueda superior a nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines, una oscura necesidad de evadir el estado de homo sapiens hacia... ¿qué homo?”
Un escritor no elige sus temas –en ocasiones ni siquiera los sitios en donde transcurren esos temas–, en el mismo sentido en que ningún hombre es libre de elegir sus sueños o sus pesadillas. Por eso la creación literaria consiste no tanto en inventar como en transformar, en transvasar ciertos contenidos de la subjetividad más estricta a un plano objetivo de la realidad. Cortázar contaba para esa tarea con la admirable –y angustiosa– característica de todo poeta verdadero: la de ser “otro”, en el sentido más onírico del término... y hasta diurno:
“Un día de sol como el de hoy –lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y normales– yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe –sin animarme a mirar– que yo mismo estaba caminando a mi lado. Algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya no estaba a mi lado.”
Aunque aquella experiencia haya sido excepcional en su vida, producto de un medicamento que le prescribieron para sus jaquecas crónicas, el tema del desdoblamiento se quedará permanentemente en sus sueños y en su literatura. Está en “Una flor amarilla” –en donde el personaje se encuentra con un niño que es él mismo en otra etapa–, en “Lejana”, en “Los pasos en las huellas”, en “La noche boca arriba” y, por supuesto, en esos “dobles” que son Oliveira-Traveler y la Maga-Talita.
En el propio Oliveira hay un desdoblamiento, muy parecido al que padeció Cortázar en la realidad, en el capítulo 84 de Rayuela, y a partir de una entrevisión:
“Es muy simple, toda exaltación o depresión me empuja a un estado propicio a
lo llamaré paravisiones
es decir (lo malo es eso, decirlo)
una aptitud instantánea para salirme, para de pronto desde fuera aprehenderme, o desde dentro pero en otro plano,
como si yo fuera alguien que me está mirando
(mejor todavía –porque en realidad no me veo–: como alguien que me está viviendo).
No dura nada, dos pasos en la calle, el tiempo de respirar profundamente (a veces al despertarse dura un poco más, pero entonces es fabuloso)
y en ese instante sé lo que soy porque estoy exactamente sabiendo lo que no soy (eso que ignoraré luego astutamente). Pero no hay palabras para una materia entre palabra y visión pura, como un bloque de evidencia. Imposible objetivar, precisar esa defectividad que aprehendí en el instante y que era clara ausencia o claro error o clara insuficiencia, pero
sin saber de qué, qué.”
Rayuela está plagada de acción y de sucesos, sin duda, pero lo verdaderamente importante que en ella ocurre no es lo que pueda resumirse y cifrarse de manera concreta –los avatares existenciales de Oliveira, las raras coincidencias que lo acercan o alejan de la Maga, la muerte de Rocamadour, las crípticas conversaciones con los amigos, las numerosas referencias a libros y obras musicales con que envuelve y enriquece su libro el astuto narrador–, lo verdaderamente importante de Rayuela es que nos revela una realidad otra, distinta de la que sirve de escenario a los sucesos, que se va trasluciendo al sesgo conforme se avanza, y brinca, en los capítulos que la componen, obligándonos a compartir la certidumbre de que la verdadera vida, la genuina realidad, está escondida bajo aquélla en la que conscientemente vivimos.
La historia de un escritor, dice Roland Barthes, es la historia de un tema y sus variaciones. La culpa en Dostoievski, el juicio en Kafka, la nostalgia en Proust, el absurdo en Camus, la aventura en Hemingway, el laberinto en Borges. En el caso de Cortázar ese tema es, precisamente, la otredad. Obsesiva, recurrente, esa intención central abraza su obra. Un tema único que sus ficciones van desarrollando a saltos y retrocesos, desde perspectivas diferentes y métodos distintos. Este denominador común hace que sus cuentos y novelas –y hasta buena parte de sus ensayos– puedan leerse como fragmentos de un vasto, disperso, pero al mismo tiempo riguroso proyecto creador, dentro del cual encuentra cada uno de ellos su plena significación y hasta su posible interpretación: tal como sucede en un sueño, con un contenido manifiesto y un contenido latente.