Práctica precursora
El juego era llamado Teléfono. Fue el encargado involuntario de prepararme mejor que la totalidad del programa de enseñanza primaria para entender lo que es la comunicación.
Nos hacían sentar en círculo en el patio y tomarnos de la mano para sellar el carácter unitivo del ejercicio didáctico al que nos sometían, por desgracia, con una intención carente de la malicia que quizá lo habría hecho interesante para mí. La maestra seleccionaba a una de nosotras como la Transmisora inicial, que además también habría de hacer de Cotejadora final. Lo cierto es que con cualquier nombre, pero a ella le entregaba en un sobre cerrado una hoja doblada adentro, que entre sus pliegues más cubiertos tenía escrita una frase que ella debía leer con absoluta cautela y comunicar, cual secreto, al oído izquierdo de la compañera contigua a su derecha, quien, a su vez, haría otro tanto con la condiscípula a la que tuviera al lado hasta que, en este proceso circular, sucesivo y silencioso, la frase por fin llegara a la niña señalada a quien ahora correspondía pronunciarla en voz alta y, con la maestra sobre su hombro, confrontarla con la escrita.
Entonces se daba el desenlace. Después de reír, que delante de una sorpresa era la reacción natural inmediata en el grupo, la instrucción consistía en hacernos advertir cómo, a través del recorrido, la oración original había sufrido modificaciones diferentes según se hubiera ido transmitiendo de labios a oídos. En síntesis y sin fallar, el contenido de la última emisión discrepaba del de la primera. En su trayecto de escucha/comunicador a escucha/comunicador el fondo de la noticia ineludiblemente se transformaba en diferentes sentidos. De la lógica originaria pasaba al absurdo, de la claridad a la confusión, de la afirmación a la duda cuando no a la negación. Este cambio que el comunicado sufría era tan invariable que quizás el apelativo del juego no fuera sólo teléfono, sino que iría acompañado de descompuesto.
Lo que dije no es lo que tú oíste; lo que pretendí implicar no es lo que tú entendiste. Por la discrepancia infiero que todo mensaje se presta al error, aun cuando yo lo emita en el mismo idioma en el que tú lo escuchas, y aun cuando tanto tú como yo pudiéramos ser ubicados bajo un mismo nivel de lengua, pues pertenecemos a una misma condición social, tuvimos una educación similar y hemos transitado por vías de evolución equivalentes. Compartimos estructuras de referencias, por más que tú o yo en el camino aparte nos hubiéramos hecho de otras; y asimismo compartimos claves de códigos gestuales o de giros idiomáticos. Sin embargo, no nos entendemos. Lo que yo expresé, a ti no te resultó inteligible.
En aquel juego la oración de partida podía haber sido por ejemplo: “El mexicano se independizó de España para ser el dueño y señor de su propio país”, para que, a través del transcurso del viaje de labios a oídos a labios a oídos, dicha comunicación llegara a distorsionarse cuando menos tergiversándose en su propia interrogación: “¿El mexicano se independizó de España para ser el dueño y señor de su propio país?” Pero, repito, éste habría sido el trastoque únicamente si en el trayecto la información no se hubiera enfrentado a demasiados vericuetos; pero, ¿cómo iban a ser pocas las encrucijadas que el enunciado presentara y encontrara ante y entre un grupo no sólo mayor de dos de seres humanos, sino constituido por niñas y, encima, prepúberes?
Jugar Teléfono me provocaba inquietud. Pesimista, le negaba la naturaleza de juego que tuviera, las características inherentes de diversión, y lo revestía de trascendencia.
Pedí la medida mínima de café. Sin palabras, inquisitivamente, la empleada me mostró la taza más pequeña. Con un gesto confirmé. Comentó que resultaría muy cargado. Me mantuve. “Es que es para niños.” “¿La medida más cargada?” “Es que esta taza no es para café, sino para chocolate.” Inútil contratacar con, “¿Un niño quiere poco chocolate?”