Un aventurero del gusto
Va por el mundo enamorando la comida y enamorándose de ella. Detective de los ingredientes, con avisado paladar casi melómano, a Carlos Mísperos, tan mexicano, se le aplican las expresiones francófonas del caso, aunque su modestia se niegue a aceptarlas: bon vivant, gourmet, chef y, avant la lettre, maestro en el joie de vivre.
Dirán ustedes que exagero. Pero es que no lo conocen. Aunque nació en Oaxaca, lo conocí en cualquier otra parte, en el transcurso de una de sus expediciones gastro-arquelógicas. Me percaté de que, una vez que vence la timidez y se embarca en la conversación, su cálida inteligencia no pasa desapercibida.
Entre más lo conozco, menos sé si posee una personalidad compleja o personalidades múltiples.
Es fascinante cómo un solo individuo puede ser tantos, y más cuando todos nos simpatizan. No doctor Jeykill y míster Hyde, ni bipolaridad clínica, ni cuadrofenia a la Who, pero sí un pequeño conglomerado de yos al que resulta imposible hablar de usted, aunque él mismo sea respetuoso y ceremonial. Como Pessoa, viene siendo el punto de reunión de una humanidad sólo suya.
“Cocinero autodidacta”, se define a sí mismo. Practica la gastro-arqueología y así ha explorado todo México, pero también algo de América Latina y la Europa mediterránea.
Resulta natural que entre sus diversos oficios ejerza la crítica culinaria. Que lo haga en un periódico de provincias, en una ciudad menos cosmopolita que él, es una más de sus contradicciones.
Y es que no he mencionado su otro talento: sabe escribir. Él lo niega, se considera aprendiz, y como tantos de nosotros, dilapida sus palabras en chambas por el pan de cada día. Amante calificado de la literatura, adereza ocasionalmente las reseñas de su paladar con citas de Cervantes, Fray Bernardino de Sahagún o Evelyn Waugh, pero ayuno de pedantería, nunca se las da de erudito. Eso no le impide ser exigente, implacable y sincero.
Su presencia en restaurantes, ferias gastronómicas y taquerías familiares es sistemáticamente clandestina. Los restauranteros nunca saben que en una de las mesas, un día cualquiera, acecha Carlos con su pluma, su cuaderno de apuntes y su paladar inquisitivo. Asegura no tener más de cuatro lectores. A saber, además de mí: su novia, su editor y una admiradora de 13 años. Supongo que tiene muchos más, pero no le importa, y hace bien.
Recuerdo cuánto se sintió aludido por la película Ratatouille, identificándose más con la rata proletaria que se vuelve artista de la cocina que con el crítico que pone a temblar a chefs y meseros. Pues repito, se las ingenia para pasar desapercibido. Ese “método”, dice, le da entera libertad. Y la libertad es una virtud profundamente suya.
Barrigoncito y sonriente, abriga ideas progresistas en un ámbito donde éstas escasean. Pero tampoco se confunde: el placer de comer y los rituales de la gesta culinaria no necesitan ideologías.
Como buena parte de los mexicanos, todavía Carlos considera que el origen de la comida y de todo amor a ella reside en el maíz. Allí nace y hasta ahí llega la magia terrenal de los sagrados alimentos.
Oaxaqueño como el que más, conoce unas 200 clases de mole, y si existiera un doctorado en chiles y salsas, él lo tendría.
Del chipotle, una de sus debilidades favoritas, ha escrito: “Tan sólo como salsa, es ya un engalanado traje de emperador azteca sobre cualquier desarropado platillo. Nada menos puede resultar nuestra más vigorosa y compleja aportación al universo del condimento. La sofisticada pimienta de nuestra tierra”. Ante unos chiles en nogada exclama: “¿Qué clase de pirámide bajo el agua es ésta? Luminoso y explosivo destello de genialidad coreográfica que hace danzar con tanta gracia a tan distintos elementos”. Y del modesto pico de gallo sostiene que “servido en molcajete nos reconforta el alma”.
Aunque no lo arredran los últimos gritos de la nouvelle couisine autóctona ni las exquisiteces de los grandes establecimientos, es bien populachero. Fondas, mercados y merenderos son lo más entrañable de su ruta culinaria. Hasta los tacos de esquina si le entra una corazonada o se muere de hambre.
Así, su amor a las gorditas lo lleva a sentenciar: “Son un mundo, ya está claro. El nuestro. El de todos los días. Así sea nomás porque nos gustan rellenas”.