La crisis también es global
Apenas ayer, en una magnifica reseña de la Asamblea General de la ONU, el corresponsal de La Jornada, David Brooks, daba cuenta de las diversas reacciones ante la crisis que vive la economía mundial. El propio Ban Ki-moon, siempre cauteloso y superficial, advirtió que la debacle financiera pone en peligro las Metas del Milenio y pidió a los miembros del organismo un esfuerzo para evitarlo, pero sus palabras bordearon el catastrofismo: “Todos reconocemos los peligros de nuestra coyuntura. Enfrentamos una crisis financiera global. Una crisis de energía global. Una crisis de alimentos global. Las negociaciones de comercio se han colapsado, una vez más. Hemos visto nuevos estallidos de guerra y violencia, nueva retórica de confrontación. El cambio climático amenaza cada vez más nuestro planeta”. Difícilmente se puede imaginar un panorama más sombrío.
Los presidentes de Argentina, Brasil y Bolivia, tres de los países latinoamericanos comprometidos con una línea de cooperación regional, pusieron el acento en la inoperancia de un modelo económico y social que ya ha probado su incompetencia para atender las necesidades más urgentes de mil millones de pobres en el mundo “La economía es un empeño demasiado serio como para dejarlo en las manos de los especuladores. La ética también tiene que aplicarse a la economía”, citó Lula.
La presidenta argentina no pudo resistir el deseo de recordarle al mundo cuánto habrían fracasado los paradigmas impuestos durante años por los organismos financieros: “se nos dijo a los países de la región de América del Sur, durante la vigencia del Consenso de Washington, que el mercado todo lo solucionaba, que el Estado no era necesario, que el intervencionismo estatal era nostalgia de grupos que no habían comprendido cómo había evolucionado la economía. Sin embargo, se produce la intervención estatal más formidable de la que se tenga memoria precisamente desde el lugar donde nos habían dicho que el Estado no era necesario...” Sin embargo, en términos expresivos, fue el economista Joseph Stiglitz el que mejor logró sintetizar en una frase la situación: “La crisis de Wall Street es para el mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo”.
Tal vez sea demasiado pronto para saber hacia dónde se encamina el mundo y cuáles serán los principios rectores que sustituyan a los de este capitalismo global sin reglas, pero es obvio que algunos dogmas se han hecho trizas. El primero, y retomo aquí la nota de Joaquín Stefanía sobre el libro de Tony Judt, La época del olvido (Babelia, 20/09/08), es el que sustenta el economicismo contemporáneo, la idea de que todo en la vida es “negocio”, “productividad”, “competencia”: “A partir de los años 80, los del triunfo de la revolución conservadora, describimos nuestros objetivos colectivos en términos exclusivamente económicos (prosperidad, crecimiento, PIB, eficacia, productividad, tipos de interés, bolsas de valores, etcétera), como si no fueran sólo herramientas para alcanzar colectivamente unos fines sociales y políticos, sino pautas suficientes y necesarias en sí mismas”.
Desaparecieron los grandes principios racionales que iluminaron el progreso de las sociedades humanas y en su lugar se puso la filosofía del cálculo económico, la mercadotecnia y la ideología de la autoayuda, todo ello bajo la sombra protectora de la religiosidad sectaria como fuente de sabiduría y moral. Hoy, después del desastre heredado al mundo por la gestión de George W. Bush, es evidente la urgencia, al menos para amplios sectores de la población mundial, de cambiar los medios, pero también los objetivos de la economía y la política, de devolverle a la democracia los contenidos que la versión formal predominante, mercadotécnica, diluyó hasta el grado de extinguirlos.
La apuesta por la acción reguladora del mercado ha demostrado ser más que ideología un delirio al servicio de intereses trasnacionales que, en definitiva, se escudan en la fuerza de unos cuantos estados dominantes. La necesidad de repensar el Estado, al que precipitadamente se dio por muerto en el orden global, es ineludible para saldar la creciente descomposición favorecida por el individualismo extremo. No sabemos cuántos sufrimientos más acarreará esta crisis, pero hay una lección que nuestros gobernantes han tardado un cuarto de siglo en reconocer:
La integración al mundo capitalista no equivale a la renuncia de los objetivos nacionales, a menos que se admita la subsidiariedad absoluta del país, su gente e instituciones. Estamos ante varias pruebas de fuego. La primera de ellas es la llamada reforma petrolera. Veremos aquí, sin medias tintas, si el gobierno y los poderes fácticos que lo acompañan entienden que el muro neoliberal está hecho pedazos. Privatizar, en estas circunstancias, es lo mismo que entregarse atado de pies y manos a los asaltantes que esperan el momento.