Usted está aquí: jueves 25 de septiembre de 2008 Opinión Otra vuelta de tuerca

Olga Harmony

Otra vuelta de tuerca

Es bien sabido que Henry James sentía gran admiración por escritoras como Jane Austen y Emily Brontë, quienes habían renunciado al narrador omnipresente y escrito sus obras desde un único punto de vista, asunto del que después teorizó y utilizó en sus propias novelas. El punto de vista hace que el lector sólo sepa de acontecimientos y otros personajes desde la mira de quien narra. Adaptar esto al teatro es mucho más difícil y el dramaturgo estadunidense Jeffrey Hatcher lo hizo con Otra vuelta de tuerca, la célebre novela de la que se han dado varias interpretaciones. Una, que la institutriz que escribe las cartas estaba enamorada del caballero que la contrató –lo que es constatado por Douglas, el primer narrador de la historia y quien se refiere a las cartas– y utiliza el cuento de fantasmas como un medio de acercarse a él. Otra, que se trataba de una histérica dada su prolongada soltería. Y la tercera, que los fantasmas realmente existieron. En la escenificación que Mauricio Jiménez realiza de la obra de Hatcher, en traducción de Federico Campbell, se da otra posible versión mucho más inquietante y sobre la que he de volver.

El dramaturgo propone sólo dos actores, una actriz que interprete a la institutriz y un actor que haga los otros papeles, tanto de hombre como de mujer, lo que es respetado por el director, que añade escénicamente datos que llevan a esa otra interpretación, esta vez con el punto de vista del propio espectador asimilando el del director. En una austera escenografía de Fernando Flores, también iluminador, que consiste sobre todo en un sillón orejero de la época y con el excelente vestuario de Cristina Sauza –que convierte la capa de la institutriz en delantal de la señora Aurora– y apoyado por la música de Leopoldo Novoa, Mauricio Jiménez dirige a sus actores, al principio en total desnudez mientras el varón dice algunas palabras –las que inician la historia– de Douglas, antes de vestirse e incorporar a sus personajes, como un medio de distanciamiento que permitirá al público asimilar tanto los puntos de vista como la variedad de papeles que hará el actor. El sillón de la escenografía es el asiento de la señorial mansión del tío y también de Bly, la casa en que la institutriz cumplirá sus funciones; en ese sillón se sientan, a veces en ambos brazos, ella y la ama de llaves.

Diana Fidelia será la institutriz que transita de los ademanes medidos y mesurados, a veces un tanto estilizados, propios de una mujer joven en su situación y su tiempo, a los del desespero del final, que puede ser lo mismo deseo de salvación de Mateo que anhelo erótico del niño, al que acaba de ver como hombre, en esa ambigüedad añadida escénicamente a la ambigüedad del mismo texto. y estará excelente en todo momento, desde sus gazmoños gestos iniciales hasta el terror que le producen las visiones de los muertos miss Jesel y Peter Quint, el que apenas es enunciado por la aparición del actor, y la descrita actitud final.

Mientras la pequeña Flora permanece invisible sólo marcada por la institutriz que la toma de la mano y la interpela, el también excelente Tomás Rojas encarna al tío guapo y egoísta, a la señora Aurora y al niño Mateo, sin cambiar la voz –lo que hay que agradecerle al director y al actor– solamente con su actitud, sobre todo en el caso del pupilo que tiene gestos y carantoñas de niño mimado, pero también de una madurez desagradable, como el momento en que roba la carta. Para incorporar a Mateo, Tomás Rojas se hinca disminuyendo su estatura, excepto al final en que, elevado en el tamaño normal del actor, será visto por la institutriz –y también por el público– como un hombre hecho y derecho, lo que aunado a la semidesnudez de los dos actores, dará ese nuevo y estremecedor punto de vista, otra vuelta de tuerca sugerida por el director y ya enunciada cuando el extraño niño toca el piano en la pierna de la joven la insistente melodía que es leitmotiv de la escenificación, lo que lo mismo puede ser recurso de director que una insinuación de posible erotismo. Mauricio Jiménez juega así con la teoría de James del punto de vista, para darnos una interpretación más de la famosa novela.

 
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