En la nave del sabor
Cuando no escribe de gastronomía, Carlos adopta secretamente otros nombres. No seudónimos, heterónimos. He sabido, pero no me consta, que a veces es una mujer. Y qué dijeron, “ah, travesti”. Pero no necesariamente. En un conglomerado de personalidades interesantes y distintas con la amplitud suya, nada controla los pensamientos ni los cromosomas. Como la humanidad misma.
En consecuencia, lleva una existencia atareada. Nunca le alcanza el tiempo. Se identifica con los afanes de Clark Kent y Bruno Díaz, yendo de uno a otro yo con tiempo apenas para cambiar de vestimenta. Y luego que cada día hay menos casetas telefónicas.
Pero circunscribiéndonos a la identidad de Carlos Mísperos, no es la menor de sus contradicciones la admiración que le despierta aquel relato de Franz Kafka, Un artista del hambre, que como otros textos de Kafka hace pensar más bien en la anorexia. Pero estoy siendo injusto: su verdadero héroe literario es Pepe Carbalho, el detective sibarita de Manuel Vázquez Montalbán.
Siempre que puede viaja a las ferias del mole, del nopal, del pibil, de los helados y las nieves, sin hacer el feo a bufetes de cinco estrellas ni exhibiciones de cocina gallega, tailandesa o siciliana. Lo que conoce de otras gastronomías, como las de Europa meridional, y su miríada de quesos y vinos, que no existen en ningún otro lugar del planeta, digamos que le han servido para matizar y enriquecer su fervor por la cocina nacional.
Llega a parecer vegetariano. En realidad, se comporta como carnívoro exigente. No le atora a cualquier animal muerto. Tiene reglas secretas que nunca explicita, pero cumple rigurosamente.
Y un amor insobornable por los ingredientes más humildes. Sin temor a la rima, en los ajos admira “esos gajos energéticamente aromáticos e intensos”. Su afición por la pimienta justificaría a los Marco Polos y Colones que fueran con tal de garantizarles una ruta para las especias. Acompañarlo al mercado abre posibilidades imprevistas a las suntuosas avenidas del sabor.
No sé si otros críticos gastronómicos lo hagan, pero Carlos no sólo escribe de lo que él degusta, sino de lo que testimonian amigos y parientes que lo suelen acompañar de comensales. Para él, la comida es ante todo un acontecimiento social. Escucha opiniones y se reserva el derecho de citarlas en su próxima reseña, mencionando la fuente. En ese sentido, es objetivo. Por lo demás, su abuela, allá en la tierra natal, le sirve de norte y escuela, es su heroína primordial. Cuando se siente desorientado recurre a sus enseñanzas. Y cada que puede viaja al pueblo a dejarse alimentar por los guisos de ella.
Desde que se aproxima a un restaurante, en especial si es pretencioso o muy caro, registra el ambiente, la atención del personal, el decorado, la presentación de las mesas, la música de fondo, la limpieza general. A partir de ahí no pierde detalle de los modos y tiempos de los meseros, y, por supuesto, de los productos de la cocina, que desmenuza con su paladar privilegiado y dispuesto al placer. Y si éste no se cumple, la reseña será inmisericorde, aunque las demás formalidades hayan quedado bien cubiertas.
Conserva una infrecuente (en el gremio de la gastronomía, tan patronal) solidaridad de clase con los empleados de los establecimientos. Él mismo ha sido mesero, garrotero y literal lavaplatos. Pero no justifica la negligencia, la ignorancia ni el mal trato. Cuando interroga al mesero sobre algún platillo de la carta, espera que éste no tenga que ir a preguntar a la cocina, sino que conozca el menú. Pero también se mantiene pendiente de si lo explota el patrón, si el ambiente laboral es sano, si las mujeres son hostigadas por el supervisor, y otorga un elevado valor ético a las propinas.
Se autodefine como un “trotagustos”. Para cualquier expedición gastronómica, Carlos es el mejor capitán de navío. Vale la pena dejarse llevar. Su comunal raigambre oaxaqueña le ha enseñado que uno puede ser pobre, indio o proletario y aun así conocer la buena mesa, el taco exquisito, el mágico guiso que alegra tripa y corazón.